Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Política y cultura
Sergio Gómez Montero
Grietas en el mundo real
Edgar Aguilar entrevista con Guadalupe Nettel
Había una vez...
(200 años de cuentos)
Esther Andradi
Marilyn y las devastaciones del Olimpo
Augusto Isla
Sobre Pessoa
(respuestas a una encuesta)
Marco Antonio Campos
Leer
Columnas:
Galería
Ilan Stavans
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Perfiles
Eduardo Mosches
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Luis Tovar
[email protected]
La inminencia de lo inminente
Rostro indeseado de esa moneda común, hecha de tiempo, con que se acuña casi todo vínculo personal; lado ocultoscuro de esa luna, no demasiado frecuente, en que consiste todo vínculo amoroso: se llama demora y tiene la costumbre insana, exasperante, de fungir como el envés de la espera y es, por ello, inhóspita; incomprensible por contradictoria, terrible por indefinida, temible por su capacidad inagotable de seguir creciendo.
Demora, pues, como postergación y, en ocasiones, posible variante para ejecutar un acto traicionero, uno que puede serlo inclusive sin que su manantial sea la voluntad consciente de quien se demora. ¿Puede hablarse de traición involuntaria? ¿Puede alguien traicionar en contra de su propia voluntad, o solamente cuando alguien obliga a otro a traicionar a un tercero?
El que se demora no nada más traiciona, también es un deudor: le debe, al que le aguarda, el tiempo transcurrido tal vez inútilmente, tal vez coronado con tonos menos grises, pero de todos modos ido a ese caño de donde salen todos los rencores. El que se demora le debe al otro, igualmente, algo que si no es el tiempo sí se le parece: el cumplimiento de la palabra empeñada, sin importar si la promesa no fue hecha voz en labio sino –quizá más grave– consistía en un acuerdo tácito, establecido de antemano y, se creía, para siempre.
Pues ¿qué son sino eso, acuerdos tácitos, los hechos pequeños pero absolutamente insustituibles con los que la vida de todos los días se agarra, como con las uñas, para seguir existiendo? Es como si Unomismo estuviera obligado a practicar siempre sus costumbres, irrestrictas, invariables, así sea nada más por lo que tienen de orientadoras o, más aún, de tranquilizadoras, de identitarias y, por cierto, no sólo para Unomismo.
El santo y seña de lo que realmente cada Uno somos está cifrado en aquello que más o que siempre hacemos. Respirar, comer, dormir, todo eso, claro, pero no sólo eso: faltan los espejos, los reflejos, las presencias, las ausencias, cada una sabida de antemano, previsible. Aquí la cama, allá la mesa, más allá el pasillo; a esta hora la merienda, a estotra el sueño, cada cosa y cada acto con un margen hacia arriba o hacia abajo pero ninguno que anule la certeza, nombre con el que se conoce, antes de que crezca, a la Confianza.
Pero si hasta los dioses tienen derecho a confesar, en una de ésas, su cansancio; si tal fatiga, entre humanos, llega a ser ese alguien que lo mueve a uno a traicionar al otro, ¿hay un culpable? Dado el caso –de la fatiga, de la abdicación de las costumbres, de la inflexión inesperada de lo Cierto–, ¿de qué lado tendemos a ponernos: de quien se demora o de quien espera que la demora cese? ¿Con qué puede responderse a ese vacío saturado de “hubieras” y “podrías” que sigue a las preguntas “¿y si no llega?”, “¿y si no vuelve?”, “¿y si…?”
Filo de ambigüedades, tanto y tantas veces, el sendero por donde transitan las relaciones entre Uno y Otro; certidumbres que sólo constatándolas puede afirmarse que alguna vez han existido, a las que puede bastarle una sola ausencia para volverse limbo, nada.
Entonces, y de golpe, la realidad: no llega, por qué tarda, qué sucede, no es posible, y luego no pasa nada, va a llegar, no debo preocuparme, y más luego se está haciendo de noche, tengo frío, ya pasaron muchas horas, me estoy muriendo de hambre, nadie está conmigo, no sé cómo volver a casa, qué puedo hacer…
De esta manera, sin rajatablas caracterológicas ni cualquier otra suerte de obviedades cinematográficas a la moda, Rodrigo Plá ha construido La demora (2012), su tercer largometraje de ficción, que forma parte de la Muestra Internacional de la Cineteca, actualmente en su recorrido ya habitual en salas comerciales.
De seguro sin proponérselo, pero este realizador mexicano-uruguayo está dando testimonio –lo ha hecho desde su ya lejano y excelente cortometraje El ojo en la nuca, después con los largos La zona y Desierto adentro– de que por supuesto no es imposible transitar rutas creativas que no son ni esa que todo lo apuesta por un minimalismo/contemplacionismo muchas veces muy mal entendido, pero tampoco, y por fortuna, tampoco esa otra que se muere de ganas de ser, o al menos verse como si realmente fuera, hollywoodense. Ni cine pobre –de argumento y realización, se entiende–, ni cine pretencioso, como en el fondo es aquel que sólo acaba siendo caro para realizarlo, sin que los millones en él invertidos alcancen a suplir su anemia creativa.
|