Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 23 de diciembre de 2012 Num: 929

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Política y cultura
Sergio Gómez Montero

Grietas en el mundo real
Edgar Aguilar entrevista con Guadalupe Nettel

Había una vez...
(200 años de cuentos)

Esther Andradi

Marilyn y las devastaciones del Olimpo
Augusto Isla

Sobre Pessoa
(respuestas a una encuesta)

Marco Antonio Campos

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Columnas:
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Ilan Stavans
Las Rayas de la Cebra
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
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La Otra Escena
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Camino de la Fonoteca

La puerta hace un “crac” distinto al cerrarse. Habrá que arreglar la cerradura, concluimos cuando la llave se resiste con violento repiqueteo. Casi al mismo tiempo, un exótico claxon nos obliga a voltear. Pasa entonces un viejo automóvil. Lo seguimos a pie por el callejón. Su carrocería se ha aflojado tanto con los años que parece una gran sonaja. Los pájaros vuelan a su paso. El poderoso aleteo conjunto cubre momentáneamente la canción que vomita alguna rocola vecina. Apenas se distinguen los bajos y la batería, un reggaetón que a la distancia pierde su letal veneno. La hojarasca grita bajo los zapatos de los niños que entran y salen de la escuela. Son los últimos días de clase. Lo revelan sus gritos y jugueteos. En el altavoz del patio principal una voz monótona balbucea peroratas incomprensibles. Parece una posada. Atardece.

En la esquina de Progreso hay dos camionetas de la Comisión de Luz y Fuerza. Están levantando una parte del empedrado. Martillos y palas conversan con la piedra. Alguien manipula una pequeña grúa, “derecho derecho derecho”, clama el uniformado que dirige sus movimientos desde tierra. Llegando a la Plaza de Santa Catarina, el dulce murmullo de un chelo toma formas escalares. Tras el árbol más robusto se ve al estudiante que lo tañe. A su lado, un par de turistas asombrados toman fotografías del área. Imaginamos el “clic” de sus cámaras. Nuestro caminar se ve obstaculizado por los perros que corren sin escuchar las órdenes de sus dueños. El más chiquito pertenece al vendedor de tamales. Lo conocemos.

Llegando a la calle de Francisco Sosa, un ropavejero dispara la grabación de esa vociferante fémina que tan famosa se ha hecho en tiempos recientes: “lavadooraaaas, refrigeradooreeees, estuufaaaas, fierrosviejosqueveendaaa”. En la tienda de la esquina el dependiente prepara fritangas y tacos. El aceite crepita mientras los clientes, albañiles y oficinistas, intercambian observaciones futbolísticas. Desde el cielo un helicóptero integra su opinión entrecortada. Le responden las campanas de la iglesia. Todo cabe en el aire.

Los tacones de una mujer apresurada se quejan de los adoquines y sus grietas. Decididos como ella, marcan puntualmente el tempo al que cantan las calles. Ahora nos saludan los tamborazos de un baterista que vive por estos lares. A su ritmo se someten las muchas bicicletas hipnotizadas en la acera de enfrente. Dentro de la cafetería un grupo de señoras ríe recordándonos el barullo de las chachalacas. Las máquinas cromadas exhalan sus vapores y la espuma crece. Cucharas rompen a cabezazos la unidad del azúcar, anuncian su ahogo contra la cerámica. Cohetes distantes restablecen la memoria de algún barrio devoto. Nos alejamos en sentido contrario. Más de todo, poco a poco; sobre todo motores, muchos motores, cada uno con su personalísimo enojo.

Algo parecido a la calma nos abraza por instantes. Es invierno. Una tos seca le da la razón al frío. Es nuestra. Cada estertor cierra los oídos devolviéndonos piel adentro. Incluso allí, el flujo sanguíneo hace ruido en tubos milimétricos. Todo se derrama, como la oscuridad que nos pisa de pronto. Ya vamos llegando a la fiesta. Largas filas se desprenden de la Casa Alvarado. Sus paredes moriscas también hablan, celebran lo que adentro pasa. Se cumplen cuatro años de un proceso indispensable, invaluable. En su interior conviven rezos tarahumaras, el discurso de un dictador, la obra de innumerables poetas y compositores, lenguas casi extintas, instrumentos olvidados, ecos de máquinas y paisajes, hervidero de plazas y mercados, el ser de múltiples aves, ideas pronunciadas en conferencias, conversaciones y entrevistas… Nomás por nombrar algo de lo inmensurable que México ha captado en todo tipo de grabadoras desde el siglo XIX.

Así es, la Fonoteca Nacional –que hoy vive donde viviera Octavio Paz– ha cumplido cuatro años trabajando en la preservación del sonido que nos define. Buscando, cuidando, digitalizando y compartiendo lo que entregamos al aire;  la juventud de su proyecto no le ha impedido impulsar numerosas actividades, ciclos y festivales en torno a los más diversos fenómenos acústicos. Rápidamente posicionada bajo el creativo liderazgo de Álvaro Hegewisch, para festejarlo organizó un concierto magnífico con Tania Libertad, Armando Manzanero, Denise Gutiérrez, Encarnación Vázquez, Roco Pachukote, el Ensamble Mal’Akh y Anacrúsax, todos dirigidos por Felipe Pérez Santiago, quien además arregló catorce temas representativos de la música mexicana para la ocasión. Del “Nereidas” a “La llorona” pasando por “Kumbala” y “Por debajo de la mesa”, muchos fueron los aciertos que nos conmovieron. Luego llegaron otros sonidos: el chocar de copas y la risa, la noche desierta con su mensaje diáfano: la única soledad real es la del silencio.