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Prensa roja
Hay otra mucha gente que es cobarde pero disimula
mejor que yo. Su valentía es una forma de engañarse.
Juan Goytisolo, Juego de manos
Últimamente recibo vía correo electrónico (tramposamente me niego a hacer público un domicilio con nombre de calle y número de casa) todo un repertorio panfletario de índole diversa donde predominan, furiosamente redactados, desde lo que prefiero imaginar como una especie de buhardilla clandestina, falansterio de la extrema izquierda que alberga desde anacrónicos trotskistas más bien filosóficos, hasta modernos okupas versados, o eso quieren demostrar, en temas escabrosos, verbigracia guerrilla urbana, muy elocuentes llamados a las armas para lastimar al prójimo (incluyendo algunos instructivos para hacer petardos preñados con clavos), al que ellos suelen llamar, porque porta un uniforme, el enemigo del trabajador, cuando cualquiera sabe que el enemigo del proletario no es el mandril de armadura y tolete, sino un gordo con fistol diamantado en corbata de seda y rodeado de guaruras, o una chica trendy de Las Lomas que compra bolsos de marca y piensa que los logros de su padre en los negocios y en la política se deben a la inteligencia de papi y no a su protervia, palabra de la que, de paso, seguramente desconoce el significado porque estudiar –leer y escribir con alguna propiedad o al menos algún decoro– son preocupaciones de resentidos mencheviques....
Claro que también puede tratarse de perversos buscapiés disparados desde alguna siniestra oficina de contrainteligencia gubernamental, que sobran miñones en el gobierno duchos en eso de la represión, a ver si caigo en la trampa y luego me acusan de sedición y conspirador malvado. Llegan los tales correos por decenas. Supongo que debido a que sus editores piensan que me sumaré gustoso a sus enardecidas proclamas de guerra a la opresión, o porque como me pide el mismo correo enviado desde –las llevo contadas– veintiséis autorías diferentes y casi seguramente falsas correré a buscar un arma para, como proclaman, exigen, comandan y urgen, me aboque en cuerpo y alma, sin importar riesgos posibles ni familiares o personales sacrificios implícitos allende de las muy particulares consideraciones personales de cada quien sobre el asesinato como móvil catalizador de un bien común y ulterior, a “matar a un político”. A cualquiera, indeterminan los mensajes: sea diputado o senador –esos vividores profesionales que repiten legislaturas, brincan de una cámara a otra, reciclan añejos quehaceres turbios, cobran, para decirlo en habla vernácula, un chingo de lana y al final no le han obsequiado al pueblo mexicano más que disgustos, repulsa y en muchos casos este odio cibernético del que hablo–, o mejor si en la mira logro poner a un gobernador corrupto –¿hay alguno que no lo sea?–, un secretario de Estado y de allí para arriba, hasta llegar el complot asesino a tocar con su dedo de muerte el corazón insensible de quien comande los destinos de la nación. Que los correos ésos son una mezcla un poco tonta pero comprensible de rabia colectiva, muy sanos malos deseos –dicen varios de mis amigos que tragarse los corajes provoca que broten tumores y les doy la razón, porque si yo no echara para fuera mis zafias vibras parecería a estas cuarenta y seis anuales alturas el hombre elefante– ni quien lo dude; que representen una amenaza seria para las instituciones, más allá de una muy sana sed de venganza por parte de un pueblo históricamente burlado, lacerado y robado por sus gobernantes, es muy otra. Supongo que el supremo gobierno, como le llamaba no hace mucho el líder del más serio de esos amagos de rebelión soñada, recela de que la gente se organice. Más de uno temblará, conociendo el largo de la propia cola para que no se la pisen, ante la posibilidad de un grupo armado de veras que se la quiera jugar en un escenario de guerra que, muchos lo hemos dicho hasta el cansancio, convertiría México en un baño de sangre –bueno, ya el enano mental Calderón nos lo convirtió, hasta ahora sin consecuencias plausibles– y eso cambiaría sin duda este país, pero difícilmente para bien y, como diría doña Zenaida, “más bien para pior”.
Pero la sed de venganza convertida en el más lúgubre deseo que un ser humano puede albergar para otro, su muerte, circula. Tiene varios nombres –que deliberadamente omito– y, hasta donde puedo ver, decenas o cientos de anónimos autores que en el peor de los casos un día podrían cambiar la pluma por el gatillo, el teclado por la espoleta y trucar de redactores en perpetradores.
Y entonces a ver de a cómo nos anda yendo en esta indetenible cuesta hacia abajo que llamamos país.
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