Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de septiembre de 2012 Num: 917

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Borges se copia
Rodolfo Alonso

Tres cuartas partes
José Ángel Leyva

Entre la ficción, el
set y el escenario

Ricardo Yáñez entrevista
con Dulce María González

Imitar e inventar
Vilma Fuentes

Bradbury por siempre
Ricardo Guzmán Wolffer

Crónicas marcianas o un adiós a Bradbury
Marco Antonio Campos

Jorge Ibargüengoitia: una amenidad sin amenazas
Enrique Héctor González

Leer

Columnas:
Galería
Saúl Toledo Ramos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
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Saúl Toledo Ramos

John Mayall: demasiado joven para el retiro

Para Ángela, Paco, Rosario, Toño y Camila

El que esto escribe tuvo que esperar más de treinta años para asistir a una presentación de John Mayall: en 1978 el músico británico ofreció tres conciertos en Ciudad de México, uno en el Toreo de Cuatro Caminos, dos en el Teatro Ferrocarrilero. El diario La Prensa, que fue el único que lo consignó, afirmó que el del Toreo fue memorable.  Arduo era para un muchacho de doce años conseguir una entrada. Pero hace unos días, al hojear un periódico local de Austin, Texas, de sopetón apareció una foto de Mayall y el anuncio de que daría dos conciertos en el One World Theatre.

Situado en el costado de una colina, y con una vista excepcional de la ciudad, el One World es un recinto de dimensiones reducidas, lo cual no hace más que beneficiar a los asistentes: desde cualquier punto se está cerca del escenario. A las 19:00 horas una voz pide a los noventa y pico asistentes que apaguen cualquier aparato que registre imagen o sonido porque –maldita sea– está prohibido tomar fotos o grabar las canciones, y que se preparen para disfrutar del show.

Inmediatamente, de la esquina izquierda del stage emerge el setentón maestro. Viste un pantalón café claro y una camisa del mismo tono. Su pelo largo, su barba y cejas son de un blanco intenso; sus piernas se ven delgadas y su vientre abultado. De pie, frente al público, sonriente, dice que acompañado sólo de sí mismo dará inicio con un tema escrito por Sonny Boy Williamson. De una caja de madera empotrada en un atril, y que contiene una docena de armónicas, coge una, se la lleva a la boca y el hechizo de la música revienta y nos arropa. Blues puro y auténtico, blues de la más alta escuela. La concurrencia, que por cierto está formada por personas que lucen mayores de cincuenta años, celebran a rabiar la interpretación. Toman luego el escenario un guitarrista, un bajista y un baterista que durante el resto de la velada mostrarán depuradas técnicas, pero que ni por un momento harán olvidar que con Mayall han alternado, entre otros, Peter Green, quien se fue a fundar Fleetwood Mac; Mick Taylor, que pasó a engrosar las filas de los Rolling Stones; Ginger Baker y el mismísimo Dios, alias Eric Clapton, que lo dejaron para formar The Cream, lo cual significa que The Bluesbreakers, agrupación comandada por Mayall, nutrió con éxito a distintas bandas de rhythm and blues y rock and roll.

El blues no para. Al hacer música, el cuerpo de John Mayall se curva y se estira, se expande; hace mil y una gesticulaciones que acentúan la gravedad de sus arrugas que, digámoslo, son bien pocas. Su singular estilo, sus espectaculares solos de armónica hacen recordar que él fue artífice de pequeñas obras maestras, como The Turning Point (1969) y Jazz Blues Fusion (1972), grabaciones que parecieran  estar a la orilla del tiempo: éste no les pasa encima, de la misma manera que respeta a John Mayall, ya que, no obstante sus casi ochenta años, se ve increíblemente joven.

Vibran cuerdas de guitarra y bajo, revientan platillos y tarolas; el cuarteto expele ondas sonoras que viajan, si se permite el oxímoron, a la velocidad de la luz y que terminan su andar en las vísceras de los oyentes, que los hacen bailar y cantar, gritar y aplaudir. El piso y las paredes del teatro se cimbran bajo el ímpetu de cada nota, de cada acorde. A momentos pareciera que cederán a los impulsos de la música, quién sabe qué milagro las mantiene erguidas.

El público vitorea cada melodía, expresa su emoción con aullidos y danzas. Los responsables del  discurso sonoro agradecen y brillan a fuerza de tanta ovación. Extasiado, un hombre pregunta: ¿Es esto arte? La respuesta se la da un nuevo blues que ya brota de los instrumentos de los cuatro juglares.

Se van dos horas y algo. El conjunto se despide. No hay encore ni nada. La gente se retira con el ritmo haciéndole eco en estómago y cerebro. Bendita sea la noche. Bendita sea la música.