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Testimonio provisorio del apóstata frustrado (III Y ÚLTIMA)
Mientras pasaba de niño a adolescente y luego a esta adultez mal acabada que no me va haciendo más sabio pero sí más viejo y achacoso, fui y vine en el torbellino de las tribulaciones teológicas, voluta sujeta al vaivén del miedo, sentimiento normal en quien ha sido víctima, desde pequeño, del pensamiento coercitivo y la corrección política aparejados en ese maridaje extraño entre sociedad y religión en México. Me volví adolescente agnóstico, voraz lector de las mágicas fórmulas, igualmente absurdas que las consustanciaciones de los altares, con las que un farsante que se hacía llamar Samael Aun Weor pretendía relocalizar el flogisto, sublimar semen en mercurio y mover objetos con telequinesis. Alguna vez me sentí pillado, insensato adorador de borregos como los que sorprendió el patriarca Moisés luego de supuesta junta de trabajo con el dueño del universo, ya con el reglamento de usos y costumbres al que habría que sujetarse la humanidad. Luego vinieron Nietzche, y Schopenhauer al mismo tiempo que ingentes cantidades de narrativa hispanoamericana. Afortunadamente, un día José Saramago dijo aquello que tantas veces he repetido de que la gran tragedia de los creyentes es precisamente que supeditan su intelecto a su fe. Y entonces, o un poco antes, llegó Cioran, y todo adquirió sentido aunque todavía, hacia los diecisiete o dieciocho años seguí dándole el beneficio de la duda a los fantasmones del catolicismo: que si el Espíritu Santo esto, que si el Cristo ése de los afiches, el caucásico de dulce rostro y preclaras intenciones, un día se nos aparecía y ponía otra vez, según sus adláteres, el mundo patas arriba. Pero el mundo ha estado patas arriba desde siempre y las cosas siguen mal y cada día están peor, con los hombres matándonos unos a otros, violando, robando, escatimando, estafando, mirando cada quién para su cada cual. ¿Y Dios? En Babia. Entonces decidí exigirle a la Iglesia católica que oficialmente borrara mi nombre de sus legajos hipócritas, que me retire su bautizo no solicitado y se meta su gracia divina por donde la sotana lo permita.
Viendo que en otros países –como la catoliquísima España, que nos hizo el flaco favor de traer frailes y cilicios a América– existe una oficina de gobierno que gestiona tales menesteres, allá fui, iluso, a intentar tramitar oficialmente este periplo para apostatar de la Iglesia católica en uno de los países más rabiosamente católicos del mundo y en una época lamentablemente dominada por el clero con sus alecuijes de la derecha enquistados en el gobierno. Encontré en internet que el arzobispado primado de México tiene una página web más o menos eficiente. Esperaba, no sin cierta candidez, que una Iglesia tan moderna atendiera mis propósitos concediéndome el beneficio de una mínima, amable duda: que no estoy dañado en mi capacidad de raciocinio ni soy un engendro satánico, sino simplemente un ciudadano que se hace cargo de su deseo de no pertenecer a algo a lo que fue obligado cuando ni siquiera había desarrollado capacidades de lenguaje, y que soy capaz de tomar una decisión como ésa sin necesidad de tutelaje moral. Pero no me hacía muchas ilusiones; a los católicos, particularmente a los prelados, no los caracteriza ni su tolerancia ni su vastedad de entendimiento.
Envié cartas por correo electrónico a la Secretaría de Gobernación, preguntando qué área de la Subsecretaría de Migración y Asuntos Religiosos me podía ayudar en el trámite de apostasía para dejar de pertenecer de manera oficial a la congregación católica. Sus finas atenciones fueron silencio. Otra carta fue para los delegados de la dirección de Comunicación Social del Arzobispado, la que dirige el simpático Hugo Valdemar. Anticipé una de dos: o el más sepulcral de sus silencios o filípicas admonitorias. Pedí claramente información sobre los procedimientos necesarios para poder iniciar un trámite de apostasía, agregando que se trataba de una decisión consciente, largamente considerada y de carácter irrevocable. Nada. Desde luego, en ningún caso recibí siquiera acuse de recibo. Si alguien las leyó, las desechó sin miramientos.
Nada. Ni un saludo. Ni siquiera una amable declinación. O ya me conocen o no me quieren conocer. Veo que tendremos que empezar la fase dos de este periplo: salir de mi casa. Vencida esta difícil circunstancia, pasaremos a la fase tres. Voy a ir a un templo a buscar a un cura para que amablemente me oriente en los pasos a seguir en el trámite correcto y formal de mi apostasía. Seguiremos informando.
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