Hugo Gutiérrez Vega
Ramón López Velarde revisitado (II Y ÚLTIMA)
La poesía de López Velarde debe ser leída con paciencia y paladeada gota a gota. Así nos entregará todos sus significados, las gracias de sus adjetivos novedosos y su originalidad irreductible. Su autor la gozó y la sufrió al mismo tiempo, y ejercitó en ella la mayor y más profunda de las sinceridades. Por lo tanto, contiene sentido del humor, ternura, burla, la tragedia de la separación de los amantes, asombros ante el misterio de lo femenino, dicotomías constantes y “funestas dualidades: “Me asfixian en una dualidad funesta/, Ligia, la mártir de pestaña enhiesta/ y de Zoraida la grupa bisiesta.” Pertenecía a la cultura católica y era víctima de las obsesiones sexuales de la Iglesia. Esta circunstancia agrandaba el conflicto entre el canon y el deseo. De esta lucha brotaron algunos poemas en los cuales mezclaba su “interno drama” con el gozo de la carne y sus bellos contactos. “Como quien sabe que mi interno drama/ es, a la vez, sentimental y cómico”, dice en ese canto de elogios a la “creatura pequeñita y suprema,/ adueñada de la cumbre del corazón”.
Quisiera poner un ejemplo de esa aventura del espíritu que es el adentrarse en la poesía de López Velarde: era yo cínicamente joven y ya había caído gozosamente en la fascinación lopezvelardiana. Una tarde leí uno de sus poemas y, de repente, me detuve, pues estaba perdido y ya no entendía lo que tenía ante mis ojos (“y escucho con mis ojos a los muertos” es la mejor definición de la lectura que conozco. La hizo Quevedo en el retiro de su torre manchega): “Sara, Sara, golosina de horas muelles,/ racimo copioso y magno de promisión que fatigas/ el dorso de dos hebreos.” Leí de nuevo y la golosina, las horas de beatitud y la belleza de la mujer concebidas como un “magno racimo” de gracias y abundancias, quedaron claras. La promisión y el dorso de los dos hijos de Israel era lo que debía encajar en el conjunto de la compleja imagen. De repente recordé algunas cosas de la infancia en Los Altos de Jalisco y del terror de la Iglesia católica ante la lectura de la Biblia (por aquello del “libre examen”, pero también por la detenida y bella descripción del cuerpo de la amada en el Cantar de los cantares). Además, pensé en el sucedáneo que se inventó: los libros de Historia sagrada y sus hermosas ilustraciones. Se me hizo patente la que mostraba a dos hebreos saliendo de la tierra de promisión con un prodigioso racimo de uvas colocado en una robusta vara. Sus dorsos se abrumaban por el peso de los frutos milagrosos. Volví a leer el poema y todo quedó en ese lugar donde el misterio y la realidad se unen para darle forma. Esta experiencia de lectura me da cierta autoridad para proponer algunas formas de aproximación a la obra de López Velarde. Piensen los lectores en la ternura del recuerdo infantil plasmada en “el ave que el párvulo sepulta/ en una caja de carretes de hilo”, en los improvisados y efímeros mandatarios que llevaban “la trigarante faja en sus pechugas al vapor” o en la paz bucólica del campo interrumpida por el diablo petrolero (Tabasco y Campeche entienden de estas cosas). Por otra parte, a los poetas se les ocurre que el progreso consiste en asegurar que todas las mañanas nazca para todos “el santo olor a la panadería”. A la mayor parte de los políticos este desiderátum les parece una tontería lírica. Por esos terrenos íntimos y civiles anda la poesía de López Velarde. La última antología les abrirá las puertas de la obra de un poeta nacional que es, al mismo tiempo, autor de varias profundas “partituras del íntimo decoro”.
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