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Un canario caído en el patio
“Tienen que ponerle un pedazo de manzana y otro de naranja, un trozo de pan del que ustedes coman y su alpistito compuesto”, dice el joven entre una docena de jaulas que cantan en el mercado de Coyoacán. Y añade: “Seguro es un verdín.” Sonriente ante nuestra mirada de preocupación, agrega en plan de consuelo: “Es un buen regalo para una chava, además son bien caros, quédenselo.” No sabe que hace tiempo renunciamos a la compañía animal; que hace años decidimos irnos solos al olvido, sin más pérdidas acumuladas en el corazón. No sabe lo mal que nos pone su discurso combinado con el café de un miércoles por la mañana, con tantas cosas que hacer y tan poco tiempo libre.
En fin, mientras son naranjas o manzanas ahora habrá que hacerse cargo de un ave caída en nuestro patio. Viendo sus pequeños ojos recordamos La paloma, esa rara novelita de Patrick Süskind (sí, el mismo de El perfume y El contrabajo). En ella se lee: “Ningún hombre puede vivir donde habita una paloma, una paloma es el compendio del caos y la anarquía.” Pero claro, lo que le pasa a ese personaje, Jonathan, es que tras una vida de rutinas ordinarias el pájaro viene a confrontarlo como símbolo de una libertad jamás ejercida. Y este no es el caso... creemos… queremos creer… Además, las palomas no cantan. ¿Cantará pronto nuestro canario? ¿Es nuestro en realidad? ¿Habrá alguien buscándolo? Nunca hemos visto fotocopias de dueños que busquen mascotas aladas.
Caído literalmente del cielo, el individuo en cuestión vino a interrumpir la tranquilidad en que se gestaba la presente columna. ¿Reseña, recomendación, entrevista, crónica? Siempre las mismas preguntas ante la pantalla en blanco, ante el cursor que titila en silencio. Siempre la duda y la inseguridad por sabernos mejores con un bajo que con una pluma. Y de pronto, ¡zas! El golpe, el anuncio de un intento de vuelo fallido. El pequeño ser asustado que busca en su naturaleza la posibilidad de escape. Nuestro asombro ante la materialización de lo que suele ser un canto lejano, un regalo del aire que hoy exige cuidado, el pago por tantos conciertos gratuitos desde las ramas (“No hay un pájaro, el árbol canta”, dice Francisco Hernández).
La coincidencia es demasiada: al tiempo que el canario nos observa, metido ya en una jaula improvisada, en la computadora se despliega otro similar. Es la invitación a Diorama, lectura a dos voces y chelo, que hoy domingo 30 se llevará a cabo en el Teatro Juan Ruíz de Alarcón a la 1:45 pm. En ella participan la chelista Natalia Pérez, la lectora Ana Pizarro y la autora del poemario Rocío Cerón. Navegando más llegamos a este fragmento: “Sonata que retumba en dormitorios: lospájarosentraronenloslabios, mandala aural. Ave fauce. Hipodérmica. Ave espacio. Aurora boreal. Sistema. El más hermoso. Ave celofán. Erguida. Macizo de calta palustra. Ave foso. Metal vajilla. Ave ópalo. Ovillo púrpura. Red y plumaje enterrados en sangre.”
Según vemos se trata de un proyecto del grupo denominado Tabasco 189, Arte Colectivo y Lenguaje, que durante días ha llevado a cabo otras actividades en foros como la Fonoteca Nacional, en cuyo Jardín Sonoro igualmente recordamos haber visto jaulas (por cierto, hoy a la 1 pm se escuchará allí un homenaje a Eduardo Mata). Pensándolo dos veces, la reflexión sonora ante las aves es más que obvia: la primera melodía que se escuchó en la tierra tuvo que venir de una de ellas. ¿No es eso lo que siempre le decimos a nuestros alumnos? En el hecho musical primero vino el ritmo (el tam tam, diría Francisco Torres), luego la melodía y mucho después la armonía.
Derrotados, sin poder pensar en nada, dejamos que la presencia del canario lo inunde todo. Cerramos los ojos tratando de establecer relaciones, pensamos en El pájaro de fuego, de Stravinsky, y ¡zas!, también como caído del cielo, el recuerdo de un libro editado por Océano el año pasado: Las aves, introducción a la música de concierto, de la pianista mexicana Ana Gerhard; una publicación infantil de gran formato, bellamente ilustrada por la argentina Cecilia Varela y que incluye un disco compacto con veinte composiciones clásicas del siglo XVI al siglo XX inspiradas, precisamente, en el canto de los pájaros. Ruiseñores, cardenales y alondras suenan allí imitados por múltiples alientos de metal y madera, así como aves mecánicas, mitológicas o imaginarias que, a la luz de distintas épocas y autores, se presentan a los ojos y al oído como una magnífica oportunidad para que los niños aprendan y, sobre todo, sean sensibles al canto del alba y el ocaso.
Algo parece sonar en la jaula. Toda la música de la historia va a nacer en el fondo abismal de ese canario. Millones de años se condensan a punto de romper su huevo de cristal. Aguardamos.
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