Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de septiembre de 2012 Num: 917

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Borges se copia
Rodolfo Alonso

Tres cuartas partes
José Ángel Leyva

Entre la ficción, el
set y el escenario

Ricardo Yáñez entrevista
con Dulce María González

Imitar e inventar
Vilma Fuentes

Bradbury por siempre
Ricardo Guzmán Wolffer

Crónicas marcianas o un adiós a Bradbury
Marco Antonio Campos

Jorge Ibargüengoitia: una amenidad sin amenazas
Enrique Héctor González

Leer

Columnas:
Galería
Saúl Toledo Ramos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Perfiles
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Nativo y extranjero

Detenerse de pronto en el pasillo, a la mitad de la sala entre la habitación y la cocina, o en medio de una calle, una plaza vacía, la ondulante oscuridad de un cine, el patio mudo de una escuela o una multitud que avanza sin piedad por avenidas, túneles y puentes, aturdida, compacta y amorfa en sus deseos. Y ahí de golpe suspendido, descubrirse en esa rara coyuntura que concede a la conciencia percibir el mundo en su tumulto y su sosiego, adentro y afuera, el rumor de sus materias, la resonancia de su roce con los huesos, con el agua en que se apoya y la trabazón molecular de su memoria, envuelto en una sencillez casi violenta por su compleción y transparencia, que dice sin fisuras el impulso vital que yergue el cuerpo, su horizonte, su volumen, peso y estatura, sus huellas diminutas y sus torpes y grandes vanidades. Ahí, al alcance de uno mismo precisamente en el momento de perderse,  como una gota de agua ya madura en el punto exacto de soltarse de un extremo, de la cresta de un abismo o de los suaves bordes de una hoja, en esa cima entre el ascenso y el descenso de la sangre al laberinto del cerebro, la entrada y la salida del aire en los pulmones, o entre el vuelo y la caída del planeta en las mareas del vacío; no afuera, no a los lados, sino en el centro de esa distancia llena de sí misma, tangible su torrente poderoso que un día nos abraza y un día nos suelta a la deriva. Ahí, con una certeza animal que se desborda y diluye en el flujo del misterio, colgado “en la infinita/ agilidad del éter, como/ de un hilo escuálido de seda”, diría nuestro poeta. Esa conciencia contundente del peligro consanguíneo de la vida, que alarga en la tierra nuestra sombra y desde los hombros se abre al espacio de la muerte, tan personal y ajena, y sin duda alguna saberse nativo de ese aliento y también su íntimo extranjero, un intruso, uno que mira y dice lo que mira y al hacerlo se condensa y se dispersa. El pasillo interminable de la casa, el patio mudo de la escuela o la plaza vacía en la madrugada y la calle tumultuosa entonces afloran sus más severas y brillantes soledades, y sus afanes más alertas y gozosos, con una lucidez que encandila y amedrenta. La voz inicial ya no es sólo una ni solamente propia, sino además la de las cosas que toca e interpela, hasta que alcanza la palabra los bordes afilados del silencio, como alcanza la mano el final de una caricia y los labios rozan los otros labios de la equívoca belleza, que son, también, los de una herida primigenia –la condición humana que el poema pone en evidencia. Paul Celan conoce bien ese momento total, cuando en la antigua inteligencia del lenguaje la palabra cristaliza, resuena y se disuelve: “Estar, a la sombra/ de la llaga, al aire.// No-responder-de-nadie-ni-de-nada./ Desconocido,/ para/ ti solamente.// Con todo, lo que ahí tiene espacio,/ también sin/ lenguaje.”