Francisco Torres Córdova
[email protected]
Nativo y extranjero
Detenerse de pronto en el pasillo, a la mitad de la sala entre la habitación y la cocina, o en medio de una calle, una plaza vacía, la ondulante oscuridad de un cine, el patio mudo de una escuela o una multitud que avanza sin piedad por avenidas, túneles y puentes, aturdida, compacta y amorfa en sus deseos. Y ahí de golpe suspendido, descubrirse en esa rara coyuntura que concede a la conciencia percibir el mundo en su tumulto y su sosiego, adentro y afuera, el rumor de sus materias, la resonancia de su roce con los huesos, con el agua en que se apoya y la trabazón molecular de su memoria, envuelto en una sencillez casi violenta por su compleción y transparencia, que dice sin fisuras el impulso vital que yergue el cuerpo, su horizonte, su volumen, peso y estatura, sus huellas diminutas y sus torpes y grandes vanidades. Ahí, al alcance de uno mismo precisamente en el momento de perderse, como una gota de agua ya madura en el punto exacto de soltarse de un extremo, de la cresta de un abismo o de los suaves bordes de una hoja, en esa cima entre el ascenso y el descenso de la sangre al laberinto del cerebro, la entrada y la salida del aire en los pulmones, o entre el vuelo y la caída del planeta en las mareas del vacío; no afuera, no a los lados, sino en el centro de esa distancia llena de sí misma, tangible su torrente poderoso que un día nos abraza y un día nos suelta a la deriva. Ahí, con una certeza animal que se desborda y diluye en el flujo del misterio, colgado “en la infinita/ agilidad del éter, como/ de un hilo escuálido de seda”, diría nuestro poeta. Esa conciencia contundente del peligro consanguíneo de la vida, que alarga en la tierra nuestra sombra y desde los hombros se abre al espacio de la muerte, tan personal y ajena, y sin duda alguna saberse nativo de ese aliento y también su íntimo extranjero, un intruso, uno que mira y dice lo que mira y al hacerlo se condensa y se dispersa. El pasillo interminable de la casa, el patio mudo de la escuela o la plaza vacía en la madrugada y la calle tumultuosa entonces afloran sus más severas y brillantes soledades, y sus afanes más alertas y gozosos, con una lucidez que encandila y amedrenta. La voz inicial ya no es sólo una ni solamente propia, sino además la de las cosas que toca e interpela, hasta que alcanza la palabra los bordes afilados del silencio, como alcanza la mano el final de una caricia y los labios rozan los otros labios de la equívoca belleza, que son, también, los de una herida primigenia –la condición humana que el poema pone en evidencia. Paul Celan conoce bien ese momento total, cuando en la antigua inteligencia del lenguaje la palabra cristaliza, resuena y se disuelve: “Estar, a la sombra/ de la llaga, al aire.// No-responder-de-nadie-ni-de-nada./ Desconocido,/ para/ ti solamente.// Con todo, lo que ahí tiene espacio,/ también sin/ lenguaje.” |