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Rodolfo Alonso
¿Y quién se va a olvidar de Héctor Tizón?
Los años nos permiten, a veces, algunos privilegios. No es de los menores, según mi criterio, haber podido asistir a la realización de los amigos. Hace un buen lapso ya, en la misma entrañable Maimará (donde nació Jorge Calvetti) la lluvia nos inclinó a refugiarnos, con Héctor Tizón (1929-2012), en uno de los dos únicos boliches del pueblo. Afuera, sobre el frente de adobe, un pequeño cartel ingenuamente rústico seguía rezando Los Naranjos. Adentro, en un ámbito que como el rayo y sólo por un instante me sugirió a Macondo, porque nadie confunde a la Quebrada de Humahuaca, mientras entre las sombras que iban prosperando a nuestro lado veíamos las pesadas gotas de la tormenta chorreando, desde un cobertizo de caña, contra la luz de un farol colgado en la pared del patio, alrededor de una jarra de vino ambos dialogamos una eternidad. O más bien yo lo escuché hablar a él, que lo hacía magníficamente, con ese tiempo fraternal y hondo que también solía regalarnos, por ejemplo, desde la galería de su casa en Yala.
Entre tantas fértiles palabras suyas, hubo algunas que me quedaron vivamente grabadas, que me impactaron bien a fondo. Tizón mencionó entonces una fecha redonda en el tiempo futuro, un mojón en el devenir, digamos equis años, y de inmediato calculó cuántas novelas podían escribirse en ese espacio.
Bien sabemos que el tiempo no sólo suele resultar elástico, sino también mañero y engañoso. La eternidad puede ser un instante, y el tiempo arrastrarse y sobrarnos como para que imaginemos tener que matarlo. Ahora, a la distancia, me alegra enormemente no sólo que Tizón haya podido ofrecernos –y ofrecerse– esos hermosos, tocantes libros trabajados por su vida que fue produciendo desde entonces, con la misma morosa y honda serenidad con que sabía conversar tan sabrosamente, sino también que esos libros hayan conseguido el auténtico milagro, y aún en tiempos áridos y ácidos, de hacerse carne con la apasionada atención de muchísimos lectores.
Los mismos que encontraron en Tierras de frontera, por ejemplo, bajo la forma de papeles y escritos tantas veces de circunstancia, surgidos y forjados con la misma intensa expresividad del transcurrir, o como en ese reciente Memorial de la Puna que él mismo calificó de último, algo así como la frescura de verde y agua en una siesta, muchas otras verdades del escritor y el hombre. Ésas que Héctor Tizón solía entregarse y entregarnos, cuando charlaba morosa y largamente entre amigos, junto con la creciente oscuridad del crespúsculo en su tierra, mientras caía la noche y se abría la confianza, con todo el tiempo del mundo para la projimidad, las historias y la fábula.
Se están yendo los míos, mis cercanos mayores. Y me quedo más solo. Pero eso sí, encendido de recuerdos fecundos.
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