Francisco Torres Córdova
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Sombra de ángel
En la intrincada madeja de horizontes que cercan el sueño en que se mece una criatura, al centro o en los bordes de su arco de luz o de sus amplias galerías de pura y densa oscuridad, ya la reciente alquimia de sus ojos se afana en encontrar la hebra que habrá de deshilar el ovillo y tramar así su biografía. En la fuente o a la distancia de las múltiples señales que marcan o anulan los senderos que incesantemente se entrecruzan, se alargan y se cierran, se rozan, se enlazan o disuelven en la precisa vastedad de lo posible, siempre a punto y alertas en el acto más simple y cotidiano, desde el nacimiento hasta la muerte; en el poder de ese azar de condiciones que trazan o desatan, ciegan o inauguran un destino, cuando cobran cima y ocurren, porque en verdad ocurren, hay un instante que parece salirse del tiempo de la vida, que no es su ausencia y sí la vida misma concentrada, la única propia y la vida simultánea a todas. Esa pausa, esa sombra de ángel inasible y transparente, con frecuencia se disuelve o se extravía en el ruido del mundo que transcurre. Sin embargo ahí, surgida del silencio que dejó en el aire, la palabra del poema busca asir su resonancia, detener el tiempo que la arrastra, hacerse de su altura y su horizonte. Gastón Bachelard lo dice con la claridad del pensador que se deja leer por la palabra así articulada: “La poesía es una metafísica instantánea. En un breve poema, debe dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y unos objetos, todo al mismo tiempo. Si sigue simplemente el tiempo de la vida, es menos que la vida; sólo puede ser más que la vida inmovilizando la vida, viviendo en el lugar de los hechos la dialéctica de las dichas y las penas. Y entonces es principio de una simultaneidad esencial en que el ser más disperso, en que el ser más desnudo conquista su unidad” (“Instante poético e instante metafísico.”) Algo –esa palabra– nos fija entonces de pie en la tierra y nos pone el dedo del cielo en la cabeza y en la frente, y el tiempo en el que somos se condensa y se suspende: “Así, en todo poema verdadero se pueden encontrar los elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue el compás, de un tiempo que llamaremos vertical”, apunta más adelante el pensador francés. Acaso por eso mismo el poema es también el recinto de la más plena soledad, pero ya una soledad que comparte y que vincula; que acerca lo distante y a la distancia le da una perspectiva, tacto, presencia: “Esa fragancia tan pura/ que llena toda la sombra/ de la sala, que nos nombra/ con un dejo de amargura/ –como recuerdo que apura/ el desdén; esa fragancia/ que viene de una distancia/ inmemorial a la sala/ será tu aliento, picuala/ será la luz de la infancia” (“La enredadera”, Eliseo Diego.) |