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Si mejor fueran violines…
Qué falta hace un acto de contrición de las televisoras del duopolio TV Azteca-Televisa. Qué necesaria la revisión de sus contenidos y el involucramiento firme de la autoridad en telecomunicaciones. La cerrazón y la estrechez de miras de los ejecutivos de esas empresas, su endeble bagaje cultural, les impiden ver que un producto artístico o de divulgación cultural puede ser entretenido y no necesariamente el estereotipo que han fabricado con malicia de que las bellas artes resultan aburridas en televisión.
La música clásica, por ejemplo. Es cierto que transmitir un concierto o una sinfonía puede resultar demasiado denso para un público malamente acostumbrado, como el mexicano, a que la pantalla chica entregue solamente entretenimiento efímero, escandaloso, exaltado; desde programas de chismes hasta partidos de futbol o peleas de box, pasando por todo un abanico de programas de morbo ramplón o de exhaustas sobreactuaciones en las telenovelas, pero ello es simplemente cuando no se quiere innovar.
La Radio Televisión de España (RTVE), fue innovadora en programas de divulgación cultural cuando lanzó en 2000 El conciertazo, con un interesante formato de público infantil –niños de cinco años en adelante– en vivo, con participaciones orquestales entreveradas con coreografías aprendidas por los mismos niños del público con maestros coreógrafos, maquillistas, vestuaristas, titiriteros y actores en un espectáculo multidisciplinario donde los niños tenían contacto con la música y la obra lo mismo de Bach que de Gershwin o Shostakovich de la mejor manera posible: jugando. Conducido ágilmente por el músico y periodista español Fernando Argenta hasta su retiro en 2009, El conciertazo mantuvo un espíritu itinerante y abierto a todas las manifestaciones de la música de largo aliento, incluyendo el jazz, el rock o las manifestaciones musicales características de España y otras regiones del mundo, como el flamenco o la música percusiva de Senegal. También el programa fue palestra oportunísima para jóvenes talentos emergentes como la excepcional chelista María Eugenia Silguero (Irún, 1988) o el virtuoso pianista y director Iván Martín.
Aunque los contertulios habituales de Argenta fueron el coro y la orquesta sinfónica de RTVE o la Orquesta Filarmonía, el escenario de El conciertazo siempre estuvo abierto para otras agrupaciones quizá con el único requisito de ofrecer interpretaciones de buena calidad, como La Orquesta de Cuerda Camerana del Prado, los egresados de la prestigiosa academia madrileña musical del Centro de Enseñanza y Desarrollo de Aptitudes Musicales (el famoso CEDAM) o, yendo más allá de las fronteras y la vastedad geográfica, la Orquesta Sinfónica Juvenil de Uruguay. Algunos episodios de El conciertazo se pueden consultar en telebision.com/programas/el-conciertazo.
En septiembre de 2008, a iniciativa de –quién lo dijera– la cantante Rafaella Carrá y el coreógrafo y cineasta Sergio Japino, la principal emisora italiana, la RAI, lanzó al aire con tino, no muy común en esto de los refritos y las copias, su propio Il Gran Concerto, bajo la conducción del locutor Alessandro Greco. Allí brilló el jovencísimo violinista Paolo Tagliamento –apenas un chamaco de catorce años en el momento de su presentación, en noviembre del año pasado– interpretando de manera espléndida el Capricho No. 13, de Nicolo Paganini.
Entre chistes y payasos, entre guiñoles y disfraces, los fragmentos de lo mejor de la producción clásica musical han ido educando a toda una generación de futuros melómanos. Los niños se divierten y la experiencia se vuelve integral e interdisciplinaria al involucrar la producción televisiva con sus booms y cámaras, sus equipos de iluminación y sus recursos de edición. A años luz del entretenimiento infantil de auditorio televisado en México, donde nuestros niños vulgarizan su acervo y se vuelven carne de tugurio toda vez que la televisión, en lugar de inculcarles el amor a las bellas artes, al bel canto, a los vericuetos interpretativos de la partitura, los orilla al reguetón, al chiste sexista y homófobo, a esa continua condena de degradación, cosificación y abaratamiento masivo del ingenio.
La enajenación tal vez no es casual. Quizá se hace así para seguir incubando generaciones de analfabetas funcionales, tan cómodos para el podrido entramado sociopolítico en que ha sido convertido (con la nefasta presencia vitalicia de la televisión) este pobre país, donde la televisión niega el arte como objeto de consumo.
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