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Enrique Héctor González
Yo sólo sé que no he cenado: Alfonso Reyes
Hace cien años hubo una cena que difícilmente calificaría de última si fue, más bien, un primer esbozo de relato surrealista en la literatura mexicana; surrealismo avant la lettre, naturalmente, pues André Breton publicaría el primer manifiesto del movimiento doce años después, en 1924. Asimismo, y aunque escrito desde 1912, cuando su joven autor frisaba los 23 años, el relato de la cena aludida sólo apareció hasta 1920, en El plano oblicuo. “Principio de modernidad en la narrativa mexicana”, según Christopher Domínguez, “resbaladizo plano oblicuo entre realidad y fantasía”, de acuerdo con James W. Robb, el cuento es sin duda el texto de ficción más notable de Alfonso Reyes y un antecedente inevitable de Aura, de Carlos Fuentes, novela publicada cincuenta años después.
La historia amalgama puntualmente el anagrama que va de lo irónico a lo onírico y, en su metafísica elegancia (Borges elogiaba al espejo cuando leía en Reyes una prosa ejemplar), no parece escrita por el hijo de un general porfiriano. Pero el autor de “La cena”, como escuetamente nombra al relato, era ya lo que iba a ser: una literatura en sí mismo, un clásico que escribió de todo y para todo, un profesional de las letras que dedicaba un día a la semana sólo para contestar su copiosa correspondencia con autores fundamentales de la literatura contemporánea.
Porque Reyes sin duda encabezó intelectualmente el medio siglo que le tocó vivir, la primera mitad de la centuria precedente, dejándole la segunda a Octavio Paz. El robo de estafeta ocurrió mucho después de esa cena, en los últimos cuarenta y primeros cincuenta. Se trata de dos interlocutores naturales del siglo XX hispánico, de autoridades librescas cuya poligrafía ancló apenas en el cuento, pues ambos privilegiaron el ensayo y la poesía. De modo que, también por eso, “La cena” es garbanzo-de-a-libra, golondrina cuentística que si bien no hizo verano en la producción narrativa de Reyes, sí lo muestra como precursor de una estética cuyos barruntos apenas se advertían en la afiebrada atmósfera de las primeras vanguardias europeas.
Como el “Borges” que hace de personaje en algunos cuentos del autor de El Aleph, aquí “Alfonso” aparece confinado a una escena de máscaras, un teatro de voces protagonizado por dos mujeres que, desde la oscuridad del jardín de su casa, ofician a modo de fosforescentes fantasmas una misa tenebrosa y sinestésica donde ambas suspiran musicalmente. Sus palabras flotan como peces empecinados en coagular el aire y el brillo de los espejos es lo mismo toque de clarín que despedazada cristalería. Nunca una cena ha cobrado tal atmósfera de irrealidad, de algo que no ocurre sino en la desleída opacidad de las pesadillas, ni un cuento supo deslizarse con tan pasmosa eficiencia entre la claridad de su escritura y las descontroladas situaciones que refiere, como lo ha observado David Miller, quien asocia la movilidad de las calles y la inmovilidad del tiempo con las atmósferas pictóricas de Chirico.
La generosa erudición que alcanzó más tarde Alfonso Reyes, a quien le dio tiempo de organizar (como a Paz, como a Goethe) sus obras completas, vale decir, de coordinar el coloquio de su posteridad, no desmerece en absoluto frente a este inobjetable cuento de juventud sobre una cena que quizá nunca existió, convocada por dos desconocidas que invitan al protagonista a un viaje, de las nueve a las nueve, por una urbe imprecisa donde el desasosiego y la angustia ya son Kafka, pero la impoluta prosa es la que Reyes siempre nos convidó.
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