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Verónica Murguía
Dos versiones de Medea
Medea, sacerdotisa de la oscura diosa Hécate, era, según la mitología griega, la hija del rey Etes de Colquis y la ninfa Idía. Era una maga poderosísima, cruel. Séneca, en su tragedia, la muestra como una fiera despechada, sabia y malvada, llena de horrendos recursos para hacer todo lo que deseaba.
Apolonio la representó en Las argonáuticas venciendo al titán de bronce Talos, quien no permitía que los argonautas atracaran en Creta. Nos la muestra con el manto púrpura cubriéndole las mejillas, tomada de la mano de Jasón, los dos de pie sobre un barquito que se balanceaba violentamente sobre las olas. Imagino a la bruja pálida y decidida, murmurando las maldiciones que habrían de acabar con el titán. En cambio, a Jasón lo imagino tembloroso, con un hilo de sudor bajando de la sien al cuello y mirando de reojo a su mujer. La literatura me hace pensar que le tenía miedo y por eso dejó de amarla, aunque no le temía lo suficiente para reprimirse a la hora de abandonarla.
Como sabemos, Medea mató a sus propios hijos para vengarse de Jasón, pues el argonauta era inconstante. Se prometió con la bella y joven Glauce, mientras estaba todavía casado con la bruja.
Eurípides, en su tragedia, estrenada en ocasión de unas Olimpiadas en el año 431 AC ( no puedo resistir y debo abrir un paréntesis: ¿no es una maravilla que sepamos esto? ¿Que hayan llegado hasta nosotros estas antiguas noticias de concursos de teatro y competencias deportivas del siglo V antes de Cristo?), confiere al personaje una gran complejidad emocional. Para Eurípides, Medea es una mujer a la que el amor mal correspondido y la soberbia empujan al peor de los crímenes: a matar a sus hijos. Ese crimen, entre todos los que Medea cometió –la incitación a asesinar a su suegro, la muerte de Talos, el envenenamiento de la pobre Glauce, a la que se le cayó la carne de los huesos en la fiesta de su boda–, es el que nos horripila más. Porque es el crimen contra natura verdadero, al que se oponen tanto la biología como las leyes.
A lo largo de la historia, ese crimen se ha visto asociado a la magia negra y a la más horrible perversidad. Los romanos lo atribuyeron a los cristianos, pues algunos, como Frontón, el tutor de Marco Aurelio, entendieron literalmente el tomar y comer del cuerpo de Cristo. Luego, los cristianos se lo imputaron a los judíos y a los herejes. Podrían ser valdenses, bogomilos, cátaros, patarinos. Si eran malos, mataban niños. Una de las preguntas fundamentales en los manuales inquisitorios de la Edad Media y el Renacimiento era, precisamente, esa: los brujos, ¿llevaban a niños al aquelarre? ¿Eran suyos? ¿Qué les hacían?
Muchas veces los acusados eran inocentes. Otras, los únicos inocentes eran los niños sacrificados. En estos días mexicanos, a los que justamente podríamos calificar de convulsos, dos incidentes sangrientos han llamado la atención, a pesar de que a diario leemos cosas horribles.
En cosa de unos meses, dos madres, una en Hermosillo, Sonora, y otra en Ciudad Nezahualcóyotl, en el estado de México, mataron o mutilaron a sus hijos, inmersas, cada una, en una locura distinta. Una, devota del culto brutal de la Santa Muerte, mató a su hijo de diez años, a otro niño de la misma edad y a una mujer de cuarenta y cuatro años, para pedir favores materiales, “influencias” y protección. La otra cegó a su niño de cinco, porque el pobre no cerró los ojos para orar durante un ritual religioso que tenía la finalidad de “salvar al mundo”.
Una deseaba bienes materiales y congraciarse con una deidad esperpéntica y cruel; la otra, en una versión retorcida del sacrificio que Jehová exigió de Abraham y que el ángel detuvo, quería posponer el fin de los tiempos.
Ambas criminales influyeron en el ánimo de sus familias; las dos tuvieron como cómplices a los tíos de las víctimas. Los niños fueron destruidos o mutilados, obviamente, en balde. La madre sonorense está presa, a pesar de sus tratos sobrenaturales. No obtuvo las “influencias” que pidió, como no las han obtenido ninguno de los magos negros que en este mundo han sido. La otra cegó al niño de gratis, pues aquí seguimos y no gracias a ella.
Al verlas, demenciales y confusas, dignas de una piedad que no puedo sentir, lo único que me queda claro es que la falta de educación y el fanatismo religioso crean monstruos. Pero a diferencia de Medea, no es el despecho lo que las impulsa: son la ignorancia, el miedo y la ambición.
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