Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
10 de junio: Exilio
en la calle principal
Antonio Valle
Crónica de una restauración enmascarada
Gustavo Ogarrio
Los persas y su lengua
de aves y de rosas
Alejandra Gómez Colorado
El lugar más pequeño: exterminio y reconstrucción en
El Salvador
Paula Mónaco Felipe
Columnas:
Perfiles
Marcos Winocur
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
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Felipe Garrido
El Leches
Quince hermanos fuimos. Cinco de padre y madre: Antonieta, Cruz, Pedro Julián, Rosa –que soy yo– y Nicanor. Los otros diez fueron de las otras cuatro señoras que tenía. Siempre lo supimos. Todos llegaron a su velorio. Eran idénticos a nosotros; no había manera de negarlo. La más chica de sus mujeres tenía mi edad; traía en brazos una niña que se llamaba Rosa, como yo. Mi padre pensaba que podía tener todas las mujeres y todos los hijos que pudiera mantener. Y nadie le dijo que no podía. Nunca descuidó a nadie. Ni como padre ni como hombre. Locas las traía. Mi madre, a veces, cuando la hacíamos renegar, nos echaba en cara que si lo aguantaba era sólo por nosotros; pero cuando supo que el Leches –así le decían, no sé por qué– había muerto se pasó tres días gritando, llorando, arrancándose los cabellos. Pinche Leches, le decía, pues qué, ¿no ves que me dejaste sola? Me dio coraje verla moquear. Pues qué, ¿no lo había soportado sólo por nosotros? |