Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de junio de 2012 Num: 901

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

10 de junio: Exilio
en la calle principal

Antonio Valle

Crónica de una restauración enmascarada
Gustavo Ogarrio

Los persas y su lengua
de aves y de rosas

Alejandra Gómez Colorado

El lugar más pequeño: exterminio y reconstrucción en
El Salvador

Paula Mónaco Felipe

Columnas:
Perfiles
Marcos Winocur

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Hernández, El nuevo PRI

Crónica de una restauración enmascarada

Gustavo Ogarrio

La longeva época del PRI como partido de Estado había dado origen a toda una estela de nociones y metáforas para interpretar los secretos de su continuidad autoritaria. Una de estas claves era sin duda la de la máscara. Los rituales de contemplación crítica de ese dinosaurio empedernido, los intérpretes más osados de ese misterio político denominado “nacionalismo revolucionario”, hechizados por el aliento de lo indescifrable y por la lógica palaciega de los secretos de la cuasi monarquía priísta, concentraban sus fuerzas ensayísticas en penetrar los secretos de ese equilibrio de poder despótico mediante el desmontaje de sus caretas. Las máscaras del poder político del PRI causaban reacciones ambiguas y conductas uniformes: odios casi admirativos, apologías innecesarias de un “partidazo” que respaldaba su legitimidad autoritaria con su omnipresencia, largos sexenios de una opacidad casi medieval, control absoluto de los límites del lenguaje público en televisión y radio.

La máscara encubría también una paternidad esquizofrénica con sus intérpretes y gobernados: las prácticas domésticas de la vida pública nacían de la simbiosis con la corrupción de Estado y la cultura política del abuso. Todas las desventuras de la nación estaban ya prefiguradas en el padre autoritario, cuyos vicios y virtudes se repetían como una dulce pesadilla en cada uno de sus herederos.

¿Cuáles eran estas máscaras que terminaron siendo el rostro mismo de toda una época? La máscara del Estado benefactor que había creado el mito de la corrupción generosa, aquella que robaba pero que “al menos” repartía algo del botín entre los gobernados; la máscara temible del represor, encarnada en la risa grotesca de Díaz Ordaz y en la matanza de Tlatelolco en 1968; la máscara de la “apertura democrática” como una manera de simular una transformación política, guiada por Luis Echeverría y finalmente sepultada con la matanza del 10 de junio de 1971; la máscara neoliberal salinista que le pedía a esa otra máscara, la zapatista, un diálogo insólito entre enigmas, en 1994; la máscara de los mitos de la gobernabilidad autoritaria disfrazados de estabilidad nacional, con toda la fuerza enunciativa de su encubrimiento literal: el tapado, el dedazo, el arribismo, la cargada, el hueso; en fin, la secrecía como política de Estado y como criterio de las lealtades verticales, morales y criminales, con sus eufemismos como la Unidad Nacional o el presidencialismo. La era de esplendor del pri significaba la certeza absoluta de que estas “esencias” resguardaban el verdadero rostro de la nación.

Con una sociedad que celebraba la alternancia en la Presidencia en 2000, pero que al mismo tiempo se mantenía abrumada por el desgaste de la eternidad del poder político del PRI, el veloz fracaso de la transición a la democracia tuvo como palanca una extensión de ese juego de enigmas: la máscara de la agonía del dinosaurio como la clave para descifrar el futuro del país, hipotecado en las formas en que moriría el viejo PRI.

Después de perder la Presidencia y al refugiarse en el poder que todavía conservaba, el PRI administró su decadencia de manera atropellada pero siempre efectiva, conforme a sus propias leyes. Es evidente que el peso de su pasado lo mantuvo con vida, y no la fuerza de sus transformaciones democráticas. Las fuerzas de oposición al PRI heredaron de manera virulenta los vicios del antiguo régimen, unificaron sus prácticas para inaugurar un pragmatismo político cargado de corrupción y de esterilidad democrática. Todo el poder de transformación que ganaron como partidos gobernantes emergentes, de alguna manera lo fueron perdiendo al ensayar un lance suicida: vivir de la respiración del antiguo régimen, al asimilar sus rasgos más autoritarios. Esto dio origen a una nueva época, con sus propias contradicciones y ambigüedades, que también posibilitó el “regreso” del PRI: la era del gran espectáculo mediático de la crisis del sistema de partidos y de sus instituciones, el naufragio de la transición a la democracia.

¿Cuál fue la metamorfosis o el proceso de conservación y actualización que experimentaron estas máscaras? ¿Es este sentido del ocultamiento lo que se encuentra detrás del deseo creciente de la sociedad mexicana de descubrir, en la campaña presidencial, quién es el “verdadero” PRI, el “verdadero” Enrique Peña Nieto?

Transparencia: entre simulacro y espectáculo


El Fisgón, El anhelo

Quizás la interpretación del poder político ya no se asume más como enigma, como un jeroglífico en movimiento que se le impone a la sociedad para que ésta descubra la verdadera naturaleza del sistema político y deje al descubierto sus entrañas, su funcionamiento y los rastros de sus abusos y crímenes. Quizás hemos abandonado esa época de resignaciones en la que se preguntaba, con morbo autodidacta, “¿qué hay detrás del poder?”

La transparencia del poder es ahora una nueva máscara. Los escándalos que genera la corrupción ya no son rumores indecibles que se saben pero no se comentan o que simplemente generan movimientos en los gabinetes o la muerte prematura de alguna carrera política. Si antes el enigma de esas máscaras era la clave para interpretar al Estado y al sistema político en su conjunto, ahora la “transparencia”, la visibilidad, es su signo. Una visibilidad que quizás está generando también nuevos modos de aceptación, por parte de la sociedad, de la dominación y del atropello de Estado.

No sólo la guerra de Calderón contra el crimen organizado es abierta, sin matices, maniquea; también es abierta la corrupción, los escándalos políticos que se suceden uno a uno sin respiro, que duran lo que tarda en montarse mediáticamente una nueva denuncia de corrupción. La política dominante es ahora este vértigo de bataholas que hace funcional su propia crisis. Un simulacro de transparencia. O, si se quiere, una “transparencia” cuyos acusadores mediáticos no problematizan su relación de interpretación con la trama profunda de los hechos, su situación enunciativa; que solicita a micrófono abierto, por ejemplo, que ya no se transmitan las escenas terroríficas que deja la deshumanizadora guerra contra el crimen organizado y que, al mismo tiempo, impide la humanización de las víctimas mediante su escenificación melodramática.

¿Cómo se combinan este montaje de la transparencia y los vestigios del enmascaramiento del PRI?

Digamos que esta nueva máscara de la transparencia se define, ante todo, como espectáculo. Y es aquí donde el PRI –y por añadidura Enrique Peña Nieto– ha recargado su viejo pacto con la ideología del entretenimiento; con Televisa, en particular, pero también con una parte importante de los grandes corporativos de la comunicación, los cuales se encargan de hacer “transparente” el regreso del PRI a la Presidencia y del acorazamiento melodramático de la campaña del mismo Peña Nieto. Un pacto que ya no es el juramento de lealtad del “soldado” priísta, al estilo de Emilio Azcárraga Milmo, sino el pacto corporativo que melodramatiza abiertamente una campaña política. Amores felices para una época de desencuentros entre la ciudadanía y los herederos de la vieja clase priísta. Melodrama y transparencia son ahora las coordenadas para comprender que la puesta en escena de la crisis de los partidos funciona de manera parcial dentro de su enunciación directa. Esa denuncia o crítica siempre lleva como límite de su transparencia el encubrimiento de la corrupción tricolor y el olvido sistemático de su historia de crímenes de Estado. Hay en esta voluntad mediática de transparencia una denuncia preferencial de ciertos actos de corrupción: la televisión edita al adversario y repite su pedazo de corrupción hasta el cansancio.

Dentro de esta paulatina “restauración” –desde 2009– del antiguo régimen, uno de los rasgos más importantes es el de una fuerte simbolización de las máscaras del viejo PRI, una reiteración de que es posible el regreso de un paraíso previo a la guerra contra el crimen organizado, en el que estas máscaras eran los signos de una época dorada de bienestar.   Pero el enmascaramiento de la restauración tiene doble filo: también amenaza con volver la máscara de la jerarquía y de la represión, la carcajada del régimen ante la estigmatización y la borradura olímpica de los estudiantes muertos. Aparece con mayor fuerza para Peña Nieto el “fantasma” de Atenco, esa represión que no por casualidad fue directamente transmitida en vivo y en directo por las dos grandes televisoras privadas, uno de los primeros montajes de esa “transparencia” preferencial. Como sucedió a posteriori con las grandes represiones contemporáneas de Estado, cuyo comienzo fue sin duda el ‘68, Atenco ahora está plenamente documentado en lo que se refiere a los abusos y violaciones por parte del gobierno del estado de México en su incursión armada, del cual era titular en ese entonces Peña Nieto.

¿Cómo pueden entenderse la fatídica mañana que Peña Nieto visitó la Universidad Iberoamericana, el rechazo y las consignas de estudiantes en su contra, así como el montaje de “apertura democrática” que después divulgaron tanto la campaña de Peña Nieto como muchos de los grandes corporativos de la comunicación? Si el control de medios fue una de las más feroces políticas de Estado del antiguo régimen, ahora el control mediático de daños, su melodramatización como montaje de apertura democrática, es acaso una de estas mutaciones que el PRI ha experimentado, tan parecida a una de sus antiguas máscaras pero que al mismo tiempo nos advierte sobre cierta actualización de sus rasgos.

El nuevo traje del emperador Gatopardo

Como un último juego de máscaras, ¿podríamos afirmar que la misma idea de una restauración del antiguo régimen es la última de las máscaras del PRI y de Peña Nieto?


Rocha, Descarada cargada

Toda máscara se mueve entre la simulación y la realidad; su capacidad para representar y transmitir una exageración de lo real, ya sea paródica o trágica, termina por confundir ambos planos. Y no es que las máscaras sustituyan al rostro “verdadero”, encubierto; más bien la ficción de las máscaras se transforma en un atributo más del rostro oculto. A lo anterior se podría añadir lo que afirma Joseph Campbell en su magnífico estudio sobre las máscaras de Dios: “Porque en la historia de nuestra especie, todavía joven, un profundo respeto por las formas heredadas ha tendido a suprimir la innovación.”

Si la sociedad se ríe de ella, la máscara retrocede y finge no haber escuchado esa carcajada, recibe los halagos con vehemencia distraída, con beneplácito solemne; si es objeto de críticas agudas o motivo de interpretaciones adversas, el rostro gira y cambia de máscara, en un juego demencial: se es y no se es al mismo tiempo, o se representan varios papeles y se escenifica la contradicción misma. Lo que queda de las máscaras es la transparencia de su confusión.

¿En el proceso de restauración del PRI han sido desterrados la obediencia partidista, la demagogia casi metafísica, el fraseo indescifrable que oculta las adversidades o el abierto gesto de represión o de censura? ¿Están ausentes el acorazamiento mediático, las viejas alianzas corporativas que actualizan lealtades con poderes casi absolutos? En fin, a la vista está el paraíso que idealmente se está pensando desde la perspectiva de la restauración enmascarada: que sea unánime otra vez el poder recuperado; que se instale de nuevo la eternidad y que el pasado de oprobio sea enterrado una y mil veces en editoriales generosos, en comentarios televisivos que desde el “mundo del espectáculo”, en horarios estelares, fiscalizan el color de la corbata de Peña Nieto para evitar que se mire de frente a las múltiples máscaras del PRI. La minuciosa operación política y mediática que significa hacer creíble y legítima esta nueva máscara. También crece la expectativa de que la máscara se desvanezca y nos permita ver por fin el verdadero rostro del nuevo PRI y de Peña Nieto. Sin embargo, no debemos olvidar que una de las leyes básicas de la permanencia tricolor radica en una paradoja, en una vieja consigna política que está en el corazón de la época del “nacionalismo revolucionario” y que ha sido, en los últimos años, su más acabado método de actualización: cambiar para seguir siendo el mismo.