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Una antigualla llamada postmodernidad
Si en lo que uno está pensando es en cine y no tanto en el enorme,
inmensurable, pragmático, mercadotécnico, político y más que nada
centavero etcétera que suele acompañar al que los cursinostálgicos
todavía siguen llamando “el séptimo arte”; si en lo que uno
repara no es precisamente en los “cuántos” sino en los “cómos”, los
“qués” y los “de qués” del cine, ha de concluir casi forzosamente que
lo más –cuando no lo único– relevante de verdad que tiene la octogésima
cuarta ceremonia del traído y llevado Oscar, que ha de celebrarse
precisamente este día, no consiste en saber si al Chivo Lubezki por fin le darán uno de los muñequitos ésos en la que viene
siendo la quinta vez en que lo encandilan, ni consiste tampoco en
cruzar hasta los dedos de los pies para que le den al compatriota
Demián Bichir otro de los muñequitos dorados... y todo lo anterior,
nótese, sin abandonar los muy limitados límites del chovinismo
nacionalista siempre urgido de reconocimientos externos.
Mucho más interesantes que tales aspiraciones de buen salvaje
occidental, algo verdaderamente relevante tiene que ver con la
naturaleza de los dos filmes que encabezan la lista de los suspirantes,
es decir los que cuentan con el mayor número de nominaciones
en las muchas categorías disponibles. Lo sabe hasta el menos deseoso
de enterarse: se trata de El artista (The Artist, Estados Unidos,
2011), dirigida por Michael Hazanavicius, y de La invención de Hugo Cabret (Hugo, Estados Unidos, 2011), realizada por ese maestro indiscutible
llamado Martin Scorsese. Una de ellas candidata a ganar
diez y la otra once monigotitos –perdónesele a este sumaverbos la
ignorancia de cuál diez y cuál once, que a final de cuentas es dato
irrelevante–, ambas tienen en común bastante más que la circunstancia
de haber sido puestas a competir por los mismos premios.
La invención de Hugo Cabret |
Quien las haya visto seguro lo
advirtió: en ambos casos sus tramas
están ubicadas en las primeras décadas
del siglo XX –los años veinte
en El artista, los treinta en Hugo–, y
también en ambos casos se trata
de películas cuyo verdadero tema de
fondo es el cine mismo. Desde luego,
no está pretendiéndose decir
con esto que haya nada ni remotamente
parecido a un acuerdo entre
dos producciones por completo ajenas
una de la otra; lo que se intenta
esbozar es que, de alguna manera, quizás
la crasa coincidencia no sea solamente
eso, una mera coincidencia, sino
una de las manifestaciones hoy por hoy
más claras de algo que viene sucediéndole
al cine desde hace ya algún rato.
Ese mirar atrás, esa revisión minuciosa
de las propias huellas de una manifestación
artística –dejemos de lado por
ahora la bien conocida doble condición
del cine– que cuenta con escasos ciento
y pico de años de existencia puede tener,
entre una constelación de implicaciones,
dos que resultarían curiosamente
antagónicas: podría estar tratándose
de los signos de la madurez que se requiere
para llevar a cabo –como lo hacen
desde hace siglos la literatura, la
pintura, el teatro, etcétera– , luego de
cierto desarrollo, un examen del propio
corpus, incluyendo desde luego su historia
y, en ella, sus momentos cruciales,
sus encrucijadas y decantamientos, sus
renunciaciones, sus “hubiera” y sus “así
fue y no de otro modo”.
La anterior sería la primera implicación,
que entraría en antagonismo con
una segunda posible: podría estar tratándose
no de una madurez sino de los
síntomas de una decadencia que, por
incipiente, aún tardaríamos en reconocer
y, por ende, aceptar como tal. El argumento
para lo anterior –de doble filo
porque serviría lo mismo para apuntalar
la tesis “madurez que mueve a la reflexión”–
es que si a una edad tan temprana
como menos de un siglo y cuarto,
una disciplina artística ya está necesitada
de meter la mano hasta el fondo del
baúl de su propia trayectoria, para no
dejar de ser interesante, quiere decir
que dicha disciplina está, quizá sin
darse cuenta, poniéndose los ojos en la
nuca, con todas las dificultades que tal
actitud conlleva a la hora de querer andar
hacia el futuro.
El grosero, constante y empobrecedor
saqueo hollywoodense de su propio
cine germinal viene siendo, desde
hace ya un par de décadas al menos,
evidencia innegable de lo anterior. No
es que La invención de Hugo Cabret y
El artista vengan a engrosar esa lista de
ignominia, pero es de llamar la atención
que ahora el cine inteligente también
experimente, más que como posibilidad,
como urgencia o necesidad, por
decirlo de algún modo, eso de querer
verse antiguos para sentirse modernos,
o puede que al revés, y si no que lo diga
Spielberg y el fracaso de su nostalgicoide
Tin Tin.
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