Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de febrero de 2012 Num: 886

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El temple narrativo
y los perros

José María Espinasa

Tocar la tierra
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Pérez

Por ti yo vivo soñando
Alessandra Galimberti

De la escritura como ausentamiento
Julio Prieto

Textos selectos (antología)
Macedonio Fernández

Un precursor de genios
Esther Andradi

Una alquimista
de la palabra

Adriana Cortes Koloffon entrevista con Amparo Dávila

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Alessandra Galimberti

Por ti yo
vivo soñando

Olga Lidia Bolaños Rangel, nacida el 23 de junio del 1977 en San Pablo Huitzo, pasando la Villa de Etla, se fue a los quince años a Ciudad Juárez. Con segundo de secundaria y la firmeza de abrirse camino, llegó a la ciudad fronteriza; pero el clima extremoso, el trasiego de la gran urbe, la inseguridad y, sobre todo, la soledad, hicieron que no se hallara y regresara a Oaxaca un año después. No se arrepiente. Piensa que de haberse quedado habría engrosado tal vez la lista infinita de mujeres asesinadas. Los homicidios en serie empezaron al poco tiempo de ella volver; su hermana, que permaneció allá, seguido le cuenta.

Se juntó a los diecisiete y enseguida tuvo la primera de sus hijos; en total tres, el tercero varón. La relación no aguantó más de cinco años; alcohol de por medio, y ella no quería que sus mochitos crecieran en un entorno etílico; los primeros cuatro estuvieron en la vivienda de los padres de su pareja: terrible, a decir de ella, porque además de la persistente embriaguez de su concubino, la suegra asumió el mando del hogar, de la relación, de su vida misma. Al último, demasiado tarde, los suegros les cedieron una casita de su propiedad en la Reforma Agraria, misma que, por fin separada, ocupa en la actualidad junto con su prole. Ahora Olga se asume como madre soltera. A veces pesa la soledad, pero se siente bien así. No quiere cometer más errores, no quiere abismos: desea paz y, por encima de todo, sacar adelante a sus hijos.

Antes de salir a trabajar, mientras hace apurada sus quehaceres domésticos y sus hijos están en la escuela, Olga aprovecha y escucha a todo volumen la música que le alegra la existencia, la música grupera. Guarda todos sus discos boca abajo, embonados en una caja circular reciclada de cds vírgenes. Toma uno, le da una pasada con la esquina inferior de su blusa y lo pone a sonar en su equipo plateado Pioneer, que compró a plazos en una tienda de crédito. Son discos de a quince pesos que de vez en cuando alguna amiga le presta o que ella misma, de tanto en tanto, de mes en mes –“lo que gano no me alcanza para más”– adquiere en algún puesto ambulante del centro de la ciudad.

De tanto escucharlos, algunos se rayan, dejan de servir y ella, en cuanto puede, los vuelve a reponer; son aquellos que precisamente le gustan más, los que pone una y otra vez, la hacen soñar, abstraerse de su cotidianidad. Su predilecto es el de La Apuesta, un conjunto de puro músico oaxaqueño, y “Por ti”, la canción que prefiere: termina y pone RRWW, termina otra vez y vuelve a poner RRWW y así hasta que, tarareando “es por ti que yo vivo soñando”, se marcha a cumplir con sus variadas labores.

Hace frente a las necesidades económicas de su familia con múltiples trabajos: aseo en casas particulares, planchado de ropa, cuidado de niños y venta de accesorios femeninos. Pulseras, collares, colgantes, gargantillas, anillos, aretes son parte de la bisutería que ofrece a una cartera de clientes que, cuidada con esmero, crece poco a poco de boca en boca. Para vender, dice ella, hay que tener paciencia y carácter. A Olga, de signo cáncer, no le falta ni una ni otra cosa. Y además se la pasa bien. Se divierte  atendiendo la coquetería de las mujeres y, cuando son clientas de confianza, se da el gusto de colocarles ella misma el accesorio, amarrarles el cabello en la nuca, pronunciarles el escote o sugerirles el color del lápiz labial.

Para mover su mercancía, Olga se desplaza a lo largo y ancho de la ciudad; sus compradoras viven dispersas en colonias distantes, desde Volcanes a la Agraria, desde Dolores hasta Cinco Señores. Hace largos recorridos en el transporte público. Pero no le importa; siempre lleva en el bolso su revista Eres y, adentro adentro, sus canciones y estribillos. Además, durante estos trayectos en camión, se entera de las bandas que van a tocar en la Monumental del Tule, en la Megapista detrás de la Ford o inclusive, a veces, en el auditorio de la Guelaguetza. Los rótulos coloridos en las bardas o los grandes carteles que cubren enteramente algunas esquinas estratégicas de la ciudad, le sirven para estar al día de conciertos y presentaciones.

Tenía ventipocos años la primera vez que fue a un baile. Nunca olvidará. Se presentó la banda El Recodo en El Terrenazo, por Candiani, un lugar que hoy quieren transformar en fraccionamiento. Ya estaba separada y no sabía bien con quién ir; compró de todas formas dos boletos: todavía no tenía amigas y su hermana no podía; así que le dijo a su padre. Y fue. La emoción de la música, los instrumentos, el teclado, la batería, las luces, el hielo seco, las bocinas, los sombreros, los cuerpos en movimiento, pudieron con esa sensación primera de tenerse que cuadrar ante él, su sargento-padre. Incluso la invitaron con otras jóvenes a subirse al escenario. Y allí estuvo ella, bailando quién sabe ahora qué canción, pero ahí estuvo, junto con los músicos, bailando y bailando.

No puede ir tantas veces como quisiera. Su responsabilidad familiar la inhibe, y el costo de los boletos, entre los 150 y 200 pesos, la limita. La última vez que se tomó una licencia fue en febrero de este año, en ocasión del tercer aniversario de La Poderosa, su emisora de radio. Y lo mismo. No sabía con quién ir. Las amigas, que ahora sí tiene, trabajan en horarios dislocados y no podían. Pero esta vez no recurrió a su padre, sino que decidió ponerse su bluejean ceñido, su blusa de cuadros entallada, sus altas y afiladas botas vaqueras, las sombras en los párpados de sus ojos y así, sin más, irse sola, a pie a la ida, en taxi a la vuelta. Sus hijos le dieron el beneplácito –“te lo mereces, mamá”– y se quedaron los tres en la casa, puerta bien cerrada, cenando espaguetis y antes de dormir, mientras su madre, justo debajo de un escenario, bailaba y distendía la tensión del día a día… “es por ti que yo vivo soñando…”