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El temple narrativo
y los perros
José María Espinasa
Ya sabemos que toda obra literaria, incluso la más abstracta y distanciada, tiene un contenido autobiográfico que se manifiesta a veces a través de la grieta menos esperada. David Ojeda ha insistido, tanto en su obra ensayística como en su narrativa e incluso en su poesía, en las raíces, más históricas que biográficas, que tiene su vocación literaria en su lugar de origen: San Luis Potosí. Pero, en medio de esa dureza realista de sus novelas, nos sorprende con registros extraños en sus poemas y en sus relatos, involucrado con su tema de una manera que antes no parecía ser de su interés, pues la ternura le parecía, si no un sentimiento débil, por ejemplo junto al amor, se le presentaba al menos como peligroso, fácilmente manipulable o inclinado hacia lo cursi.
Pero él sabe que nosotros sabemos que ningún escrito alcanza verdadera vibración si no se arriesga a lo cursi, si no se asoma a su precipicio expresivo. Por ejemplo, en Casa de perros, libro que se juega en ese precipicio, pero que muestra la maestría del autor para sostenerse en la cuerda floja. Es ese oficio el que muestra que el David Ojeda que firma este libro es también el autor de otros como La santa de Cabora.
Ojeda, que ha realizado una gran labor de promoción e investigación de la literatura de su estado, San Luis Potosí, en donde vive, no ha necesitado vivir en Ciudad de México, y sus libros han encontrado salida en editoriales como Tusquets, y cuentan con lectores fieles y constantes.
El perro tiene algo de humano precisamente en la expresión de sus afectos. Todos los que hemos tenido alguna vez esa mascota hemos dicho que sólo le falta hablar. La expresión de sus ojos, la manera en que se comporta, el movimiento de su cola, la tristeza que parece contagiarle cuando la siente en su dueño, su voluntad de defensa, etcétera. Hace algunos meses leí en una de esas noticias supuestamente científicas que el movimiento de la cola del perro no demostraba alegría como creíamos. Es evidente que quien dio esa noticia no puede escapar a la causalidad y olvida del todo que cualquier gesto, hasta el del más elemental protozoario en busca de un hábitat, es interpretable como sentimiento. Y sí, hay que repetir la obviedad: todo sentimiento es humano, pero lo es en la medida en que nos podemos reflejar en una actitud animal. Sea la de la fidelidad en el perro, por ejemplo, o la de la suciedad en el puerco, o la paciencia en el burro. Y ese reflejo puede calar muy profundo. ¿Son los temas los que nos autorizan a ponernos sentimentales? Ojeda lo que hace es tener bajo control el sentimiento, no lo deja desbocarse ni endulzar en exceso la anécdota, los perros son –insisto– reflejo de una condición de humanidad que se nos escapa. Pienso, por ejemplo, en las frases usadas en ocasiones: “Murió solo como un perro.” La sensación de soledad se refuerza en la medida en que hay un deseo de compañía. Lo explico de otra manera: el hombre que ha elegido la soledad no está en realidad solo, su condición es la del solitario, pero no tiene el vacío de esa compañía ausente. Mientras que el hombre –o debería decir el perro– al que dejan solo se enfrenta a una soledad subrayada en la hiriente ausencia. De allí la frase, y de allí las connotaciones proyectivas geométricamente de su condición dolorosa: el hecho de morir en soledad se proyecta sobre la palabra perro de una manera un poco tramposa.
Igualmente las connotaciones de fidelidad atribuidas a la raza canina tienen un funcionamiento igual pero con dirección inversa. La fidelidad del perro es la representación quimérica de nuestra capacidad de traición. Por eso el perro responde al eslogan nietzscheano: humano, demasiado humano. En efecto, en el perro vemos la condición desmesurada de lo humano, la cual nos pone en evidencia, más allá del cariño, en las mezquindades también inevitablemente humanas, pero que el perro no tiene, no puede tener. En el can la vista cede al oído su preeminencia en la percepción del mundo. El perro ante todo huele su entorno, nos huele, y nos reconoce como una entidad olfateable, sólo él nos puede decir, no a lo que huele el hombre, sino a lo que huele lo humano. Por eso, se dice, que ellos huelen el miedo y los enfurece.
Habría que agregar que el perro es uno de los pocos nexos que le quedan al hombre con su entorno natural. Cuando oímos que, aún hoy, en muchos poblados campesinos en invierno los hombres comparten el sueño con el ganado para aprovechar su calor, intuimos épocas o momentos en que el mundo animal todavía no estaba desligado del hombre, donde compartían (y comparten) un instinto de supervivencia.
Cada cuento de los incluidos en este libro es una muestra de precisión en la construcción literaria de un artefacto textual que busca rendir un homenaje a una manera de entender la vida. Ojeda, que ha demostrado su talento construyendo ficciones de largo aliento, se esmera ocasionalmente en el poema lírico o en el cuento con trazos sintéticos fácilmente relatables, en los cuales la anécdota, claramente expuesta, se soporta en su funcionamiento autónomo. Son cuentos en el sentido más clásico del término, es decir, que se pueden contar.
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