Tocar la tierra
entrevista con Gustavo Pérez
Paula Mónaco Felipe
Cuarenta años son casi 15 mil días. Gustavo Pérez ha pasado incontables mañanas, tardes y noches en su taller. Incluso domingos. Las manos en el barro, con un cutter, y pintando miles de vasijas con matemática precisión. Muchas se acumulan sin que nadie las vea (“a menudo tengo que construir bodegas”, dice), y otras circulan por museos y galerías de Japón, Inglaterra, Francia, China. Pero ha llegado el tiempo de las recompensas aquí: domina la técnica y es el primer ceramista mexicano en exponer en el Palacio de Bellas Artes. |
–¿Cómo explica que siendo México un país con tradición alfarera ningún ceramista hubiese llegado a Bellas Artes?
–A pesar de la importancia de esta tradición también es cierto que no ha habido una gran creación de cerámica contemporánea. No se debe pensar que hay continuidad entre el pasado prehispánico y nuestros días. Hay ruptura; entre la Colonia y el México independiente hay un abandono de la cerámica como medio de creación artística. Fue relegada a las artes aplicadas, a lo utilitario. Lo trajeron los españoles a América: la alfarería a la trastienda, al fondo del patio.
–¿Hay algo rescatable en ese largo período?
–Hubo un quiebre de muchas de las ricas tradiciones prehispánicas pero no es absoluto. En Colima y Nayarit, pero sobre todo en Jalisco, se preservó bastante el legado de Occidente. En Oaxaca también sobrevivieron los modos antiguos de trabajar (San Bartolo Coyotepec, Ixtaltepec). En el centro lo español y la manera europea se impusieron y el problema es que el espíritu creativo se desvaneció al cambiar radicalmente los modos de producir.
–¿Quiénes le gustan y son para usted referentes en escultura aquí?
–Toledo, Yazpik, Nevin, Kyoto Ota. Aunque hay para mí varias esculturas de absoluta referencia que están en los Museos de Antropología de México y Xalapa. Pienso inevitablemente en la Coatlicue, que me parece prodigiosa, aterradora, quizás la pieza más fuerte de nuestra historia.
Gustavo Pérez –tajante y a la vez cálido al hablar– prefiere no ahondar sobre su formación. Estudió dos años en la Escuela de Diseño y Artesanías (1971-1973), y otros tres en una academia en Holanda (1980-1983) pero dice que el aprendizaje ha sido trabajando. Como influencias reconoce miles: todo lo que se ha visto se infiltra en la memoria.
–¿Por qué no le pone títulos a sus obras?
–Porque no se cómo se llaman y hago tantas que si le pusiera títulos a mis piezas perdería muchísimo tiempo. Son formas y, en muchas ocasiones, cuando encuentro vasijas tituladas me parece un poco cursi. Hay una pretensión un poco sobrada, es excesivo eso de pretender que una cafetera tenga nombre. Si a una vasija le voy a llamar “Paisaje constelación del cielo del hemisferio sur”, no le va a añadir nada importante a la forma de barro que tienes enfrente.
–Si México es identificado como un país de colores brillantes, ¿por qué elige colores tan discretos?
–Son los que me gustan más para mí. En la obra de otros puedo apreciar el color, pero para usarlo yo no lo siento. Además hay algo de verdad y también de cliché en que México es un país de mucho color. Si pensamos en el norte, Nayarit, Colima, lo que hay es naturalidad. Los colores que usaban las culturas prehispánicas eran de tierra y son cafés, ocres, negros, blancos. No había más. Eso es mexicano también, originario, y no son los colores chillones de los sarapes.
–¿Qué lo inspira?
–Las ideas me las da el trabajo mismo. El proceso de estar en contacto con el barro va dictando el camino a seguir. Casi no busco referencia que pueda llamarse inspiradora, aunque debo decir que siempre trabajo con música.
–¿Por qué eligió al cutter como su herramienta?
–Afinidad, es algo que se siente bien. Esa acción de la navaja corriendo por la superficie del barro para mí es como cortar mantequilla: algo muy fácil, natural, sensible.
–Antes sus piezas eran muy sobrias. De 2009 hacia acá incorporó colores, heridas, curvas. ¿Por qué?
–Confianza. Esta impresión de que todo se puede intentar si uno lo asume, que el desarrollo es posible a partir de cualquier idea. He estado perforando las piezas con mi mano en algo que parece un gesto de destrucción en primera instancia, pero se ha vuelto un tema.
–A partir de la exposición en Bellas Artes hay mucha poesía y halagos hacia usted y su obra por parte de autoridades y personas de la cultura. Sus vasijas y sus platones, ¿quieren decir eso?
–Mi cerámica, como cualquier cerámica, es un discurso de sensación. El barro provoca sensaciones. Las palabras para definir eso corresponden a quien las emite y desde luego yo no cargo a mis vasijas de mensajes. Jamás. No quieren decir nada.
–¿Cómo es la experiencia de hacer cerámica?
–Para aquellos a quienes les gustan los perros y los gatos sería como acariciar a uno que responde a esas caricias. Es la serenidad que da el contacto con la tierra, hay algo que no puedo describir más allá de serenidad, calma. En momentos de desazón personal, empezar a trabajar es hasta físicamente una modificación positiva del estado de ánimo, tocar la tierra.
–Sergio Pitol dice que usted le vendió su alma al barro. ¿Qué tan cierto es?
–No le vendí el alma. Sé que el compromiso que tengo con el barro es muy intenso, pero a la vez me ha correspondido de una manera extraordinaria. Se puede hablar de un acuerdo, aunque es una relación muy particular.
–¿Qué le ha dado y qué le ha negado su vida de ceramista?
–Me ha dado la posibilidad de viajar por todo el mundo, de ir a Nueva Zelanda, Corea, Turquía, Perú, Argentina, Japón, China... porque en esos lugares hay quien quiere invitarme a que enseñe mis trucos. Después de muchos años de vivir con apreturas materiales, me ha dado la posibilidad de vivir correctamente. Me ha dado muchísimos amigos y encuentros con gente muy querida. ¿Qué me ha quitado? Probablemente ha significado una complicación para una vida social normal, entre comillas. La voluntad de estar en el taller es más fuerte que convivir con los amigos o hasta con una pareja. Estar con el barro es más fuerte, es más importante y es todos los días.
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