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La nómada es el alma
Considerando su evidentemente escasa formación cultural, es claro que el desgarbado y silencioso Joaquín, adolescente para quien la vida entera ha consistido en pastorear todos los días un hato breve de cabras flacas, no tiene modo de saber –y mucho menos de expresarla con parecidas belleza y precisión– que le ha tocado en suerte sentirse como dijera Gorostiza: “hastiado de mí,/ sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga”. Empero, su personal muerte sin fin es como la del tabasqueño, al consistir precisamente en eso que es su vida cotidiana, su propio yo colmado y confinado pero, en su caso, repleto de y ceñido no por una exasperante conciencia de sí mismo y de la imposibilidad de trascender la esfera mínima de la condición humana y el raciocinio que la testifica, sino acosado por, ahíto de, algo que pareciera tener contornos de vacío, de sinsentido o de repetición inane de los mismos actos y los mismos gestos.
Así se explica, y un sueño recurrente donde hay nieve y lejanía no hace más que confirmarlo, que Joaquín sienta el impulso irrefrenable, poco reflexivo y menos promisorio, pero extremadamente vital, de abandonar los pagos yermos donde tanto él como las cabras languidecen. El deus constrictor que acogota los pasos de Joaquín bien puede ser su padre, cabrero no tan viejo pero envejecido cuya única o más alta expectativa pareciera consistir en que el muchacho haga más hondos los senderos intensamente recorridos. Podría ser también el páramo reseco del territorio sanluisino en el que padre e hijo se consumen, sus siluetas extraviadas, olvidables, conducidas quizá por otro dios más grande e insondable –como el de Gorostiza– al silencio de otra muerte más inapelable.
Contra eso se rebela el alma no ilustrada de Joaquín. Asistido por el sueño recurrente de la nieve, donde está seguro que ha de hallar, como en los cuentos, un tesoro para él solo; impelido por el hallazgo fortuito de un llavero donde se lee el nombre de una ignota población cientos y cientos de kilómetros al norte, su epidermis y todo lo que ahí reside se desplazan, como pueden, primero a la frontera, después a la terra incognita que para cualquier ilegal representa Estados Unidos, literalmente en busca de un sueño.
Pero afortunadamente A tiro de piedra (2010), que así se titula este traslado al presente del miliunochesco cuento “El hombre que soñó”, no cede a complacencias, a bucolismos o idealizaciones que le faciliten a Joaquín la singladura, pero tampoco que se la compliquen con artificios de argumento que la hubieran convertido, a la película, en una colección de “pruebas” de corte pretendidamente heroico, de las que el personaje invariablemente habría salido triunfador e indemne. A Joaquín le suceden muchas cosas, ninguna descabellada en el sentido guionístico, mientras se desplaza hasta Sprague River, en el estado de Oregon, y todas ellas van configurando un paisaje de doble condición, es decir, interno y externo, que por consiguiente le hablan al espectador del viaje físico y del espiritual al mismo tiempo.
Esta película, ópera prima de Sebastián Hiriart, debió tener un costo equivalente al 0.0001 –no hay error en la cifra– de lo que costó perpetrar el mamarracho insufrible del que algo se dijo aquí hace una semana, titulado Transformers, el lado oscuro de la luna. Hecha con la diezmilésima parte del presupuesto de esta última, A tiro de piedra tiene atributos de los que son inasequibles para el poder económico, por enorme que éste sea, no únicamente de perfil ético –ya que no lo es gastar cientos de millones de dólares en un vil anuncio comercial–, sino también en términos narrativos. Cuente entre ellos la capacidad del director para el trazo de un protagonista que se siente próximo y vivo de verdad, con volumen y carácter; cuente la habilidad de estructurar una historia central –Joaquín y su alma nómada desde antes de emprender el viaje– aderezada con las historias convergentes de aquello que le sucede al personaje, ensamble que se traduce en el relato nada convencional de un migrante asimismo sui generis.
Quede A tiro de piedra como nuevo testimonio de que la dignidad creativa jamás ha dependido del grosor de la billetera, cosa que desde luego ignoran esos tontos útiles mediáticos que se deslumbran con datos de costosas producciones, taquillas gordas y ganancias envidiables. Quede, también, como uno de los filmes nacionales más propositivos que se han estrenado en lo que va del año.
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