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Ana García Bergua
Escarabajos que salen a morir
Un grupo de narradoras gozamos el privilegio de dar un curso en el Centro de las Artes de San Agustín, Etla, muy cerca de la ciudad de Oaxaca. Lo que antes fue una fábrica de hilados y tejidos es ahora un místico y magnífico centro cultural, creado bajo el impulso del maestro Francisco Toledo; un espacio ecológico para la creación, las exposiciones, los talleres.
En estos meses, el piso está cubierto de escarabajos negros, gordos, muchos de ellos tumbados de espaldas, como el escarabajo de La metamorfosis, de Franz Kafka, en unas partes del relato. Sentimos piedad por el insecto yacente sobre la coraza que forman sus élitros, igual que por la tortuga sobre la concha, inmovilizados de repente por su misma forma física: aquello que los defiende, también los inutiliza. Por eso las corazas son una buena metáfora de cualquier cosa. Pero ese no es el tema. La cosa es que, luego de vencer el horror por fuerza de la costumbre, al ver siempre tantos escarabajos negros en el piso, uno propende a ayudarlos: que caminen, si es posible; que corran a ocultarse, como querría hacer –de nuevo– el escarabajo de La metamorfosis (si es que, por otra parte, es realmente un escarabajo, pues hay serias discusiones al respecto). O ayudarlos también a caminar como reyes egipcios, como aquellos escarabajos vivos –¿se acuerdan?– que se llaman maquech y vienen, según sé, de Yucatán. Hace muchos años se pusieron de moda. La gente se los ponía de prendedor, adornados con una especie de diadema de falso oro con falsas gemas de colores, y caminaban por el pecho de las señoras de una manera a la vez perversa y fascinante: no sé por qué siempre los relacioné con el áspid de Cleopatra, un animal muy trágico, usado por la reina egipcia para quitarse la vida.
Francisco Toledo |
Pero el asunto con los escarabajos negros que vemos aquí en Etla por centenares en esta época del año, es que, por más que uno los trate de enderezar, los empuje con el pie, los anime ayudado de un palito, el gesto es inútil, pues los escarabajos han salido a morir, nos dicen, dramáticamente. Y es cierto que junto a aquellos acostados sobre el caparazón, que mueven las patitas torpe y tiernamente, y junto a los que se pretenden vivos, hay multitud de cadáveres de escarabajo ya inútiles, perdido el brillo, la forma gruesa, el volumen compacto y reluciente como la bola negra del billar, la gema. Los perros se los comen, la gente los pisa, los citadinos que hemos logrado vencer las aprensiones caminamos entre ellos de manera inevitable, incluso con indiferencia, sin pensar en todo lo que se podría pensar: una tragedia, una locura del escarabajo, tan propenso a la locura, como aquella que les da a algunos de comer y empujar bolitas de caca, u otros que andan enjoyados, les decía –aunque no por propia voluntad–, o estos mismos que en sus momentos de vida y esplendor se alzan como gordos románticos a libar la miel de las flores y en la noche se lanzan torpemente hacia los focos y chocan con las paredes, pero en el verano salen de sus madrigueras en la tierra para que los veamos morir a la luz del sol.
Y poco a poco los cuerpos de los escarabajos muertos se van deshaciendo, se convierten en tierra, pero el caparazón de alas, brillante y negro, dura un poco más; su forma, junto con la cabeza –esa cabeza de escarabajo similar a una calavera y que resultaba tan informativa a la hora de descubrir el tesoro en el cuento “El escarabajo de oro”, de Edgar Allan Poe– queda impresa en la tierra y el asfalto como una serigrafía, un camino de huellas de escarabajo por el que humanos y perros caminamos como reyes. Una obra de arte efímero, a fin de cuentas, bella y trágica, significativa como deben ser las obras de arte, y que se añade de manera natural a las obras de arte que habitan el Centro de las Artes de San Agustín. Y es algo que –pienso– ocurre en Oaxaca con frecuencia, que la naturaleza no sólo es imitada por el arte, sino es el arte mismo, pues recuerdo de repente un viaje a Monte Albán en el que me veía saltar entre los cadáveres de polillas enormes que decoraban una cuadra en la localidad cercana –polillas trágicas también, atraídas por los postes de luz, destruidas por ésta– y formaban con sus alitas alzadas una curiosa alfombra, aterradora para los aprensivos (me contaba entre ellos), bellísima para los artistas.
Arte de lepidópteros y coleópteros, arte de insectos, tan cercano a la obra del gran maestro Toledo en este reino del arte que es San Agustín Etla.
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