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Y una cohorte de beatas
Agotada hace mucho la opción preferencial por los pobres,
la dirigencia católica, salvo incómodas excepciones entre
sus prelados, es un club de señores ricos, acomodaticios,
hipócritas, que se pasan años pontificando máximas y dogmas,
rodeados de servidumbre, con la mesa bien dispuesta
pero con arrestos de cinismo para preconizar humildad en
el hacer y el decir. Pasa el tiempo y allí siguen, escamoteando
a la hacienda pública su aportación, a menudo lucrando
con patrimonios familiares que alguien, en presunto arrebato
místico, quitó a sus propios descendientes para dárselo
a curas o monjas porque así, prevaleciendo anacronismos,
habrá de ganarse “la salvación”. Curas, monjas y
príncipes de la Iglesia que raramente frotan codos con el
lumpen y, en cambio, de albos hábitos y bien planchadas
sotanas, con sus casullas ornadas y no pocas joyas en dedos,
cuellos y pechugas, procuran estar cerca de la oligarquía:
cerca de los poderosos banqueros; cerca de los señores de
la industria y el comercio y cerca, siempre cerca de quienes
ponen y quitan en la derechizada y arcaizante clase política
del México actual. La relación del alto clero con los dueños
del poder y el capital es cosa sabida e históricamente
contradictoria, porque, aunque de dientes para afuera sus
prédicas hablen de amor, igualdad y compasión, sus gustos,
arrebatos, pendencias y aficiones tienen que ver, no con
los andrajosos, sino con aquellos que hacen de la explotación,
la arrogancia y hasta la estafa su modo de vida. La religión,
la teología y la doctrina, en este caso el cristianismo,
terminan a menudo en un bien aplicado barniz cosmético.
Lo que hay de fondo es la misma corrupción venal e idiosincrásica
de todos y de siempre: el obispo en cuyas homilías
brillan palabras de conciliación y desprendimiento para
con los demás, pero que ante el niño desarrapado de la calle
que se acerca a su auto, con nariz alzada y gesto de impaciencia
sube la ventanilla mientras indica de mal modo
al chofer que apure la salida. Incólumes en su hipocresía,
hacen un escándalo de una resolución judicial y aún se
arrogan la pueril pero riesgosa osadía de acusar a un órgano
superior de la República de corrupto, porque les resulta
enojosa una decisión soberana del Poder Judicial, ellos,
los impolutos, los incorruptibles, bah.
Hinchados con el inmerecido poder que obsequia la
candidez de una feligresía que no se caracteriza por
su gregaria vocación crítica, sino más bien por un
tenor de resignación y acatamiento que enraízan
en añejos procesos históricos de opresión, de
ignorancia y de fanatismo, los clérigos manipulan
estamentos gubernamentales con los que
evidencian pactos y supeditaciones indebidos
(allí la vergonzante conducta del gobernador de
Jalisco, Emilio González Márquez, por citar un ejemplo),
para apuntalar una imagen ridícula de superioridad
moral y hasta de privilegio extralegal, de
fuero. La ponzoña vertida en los medios
nacionales en contra de la Suprema Corte
de Justicia, el Gobierno del Distrito
Federal y la comunidad homosexual
en México hace evidente la urgencia
de la paradoja: que los funcionarios
del ejecutivo federal, salidos de
las filas de la derecha tradicionalmente
cómplice de la clerecía,
sean quienes acoten los abusos discursivos
y mediáticos del clero, de su odioso revisionismo
social, de su desenfrenada campaña de redivivos, viejos
rencores, porque siguen sin poder soportar la separación
de Iglesia y Estado vigente desde el gobierno decimonónico
y liberal de Benito Juárez, ese anatema.
Es obligación, no asunto vocacional del Estado mexicano,
llamar al orden a los clérigos y a su cohorte de beatas y
meapilas que, desatados en los medios, pretenden imponer
bajo un doble discurso de libertad de expresión un credo
autoritario y un pensamiento de corte vertical. El clero
tiene el apoyo incondicional de los dueños de los medios
masivos –miembros de esa misma oligarquía–
y éstos no tienen empacho en torcer la
realidad, en hacer ver a los funcionarios que
se oponen a los dictados de la curería como
los malos de la película, y hasta llegar al extremo,
como en los noticieros de Televisa,
de afirmar, cuando los ministros de la Corte
se pronunciaban ya en mayoría a favor del
orden constitucional, que sólo cuatro de once
estaban a favor. El viejo truco de retorcer
la información para obligar
a la realidad a plegarse a
un grupo de poder.
Es ya urgente que ante
la conducta histérica
del arzobispado mexicano,
simplemente se
aplique la ley.
Y acallen las beatas
sus chillidos.
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