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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Ella casi bella
Guillermo Samperio
Tu cabello pelirrojo, tus ojos aceituna,
tu nariz recta, afilada, tus senos
ojos sepias, medio caídos, una
cadera de incertidumbre, un pubis
de bruma de hilachos negros esparcidos, muslos
anchurosos, pantorrillas de pirulí, pies grandes
para sostener tu estatura; por detrás, la caída
lacia del pelo, la espalda que cierra en uvé
hacia la cintura y nalgas generosas, lo mismo
que tu ano; olvidaba tu garganta profunda,
mujer con tres o cuatro sexos. Quizá por ello
me salté tu boca al principio, pero tus labios
son de nardo.
Esta descripción no suena mal; aunque tu
cuerpo no despedía olor alguno, intuí que despertabas
hacia el otro lado del mundo, donde las
cabras, al berrear, emiten fuego de azufre; no, no
me refiero al demonio: sería hacerte un honor
inmerecido. Diría que apestabas hacia la nada,
hacia la gran cañería de la ciudad y muchas veces
intuí que, en silencio, parlabas con los cocodrilos
del drenaje profundo, pútridos, ya sin su verdosidad
y que, a mis espaldas, vivías además con
una fauna mayor. Aparte de los cocodrilos grisáceos
y blanquecinos, estaban las ratas gordas,
las hienas burlonas y fétidas, quiero decir
del tamaño de un perro bóxer, las tarántulas,
como mano de gigante entreabierta, de rojo
intenso y colmillos obvios, aves como águilas
de desfiladero y buitres sin alas, con pico de
tijeras, con el fin de podar las mañanas vegetales
que rodean los pantanos hechos con ditritus
de chilangos en la ciudad más grande del mundo,
perros de pelea con trozos del cuerpo arrancados,
gallos de pelea sin plumas de navajas múltiples,
insectos y víboras con venenos de súbito
mortales; te ponías tu Chanel 5 pero tu cuerpo se
lo tragaba, ya que nunca lo llegué a percibir.
Por las noches, mientras yo dormía, atravesabas
ese gran canal oscuro, horror de pestilencias
(quizá por ello te llevabas tus botas vaqueras) y
allá, donde terminaba la curva enorme del atascadero,
abrías una puerta de metal plagada de
óxidos donde pululaban piojos, chinches, gigantes
hormigas rojas y no te importaba que se
te subieran al cuerpo y se extraviaran en tu
cabello; entrabas, sacudiéndotelos donde
te esperaban las de tu especie, las que aparentaban
ser humanas, mujeres pero que,
tras su epidermis, llevaban un tiranosaurio
como el tuyo y que se tragaba el Chanel, o
los perfumes que te traía de Francia o Italia,
y fluía la pestilencia de estos saurios con botas
y pantalones negros; allí planeaban salvar
al mundo pero en el lenguaje que usaban todo
era a la inversa: mejorar era destruir, construir
era crear terremotos; amar era envenenamiento
y así por el estilo. Debido a ello, dejaste
que la bestia ininteligible y lóbrega te in-amara
(perdón: ad-mirara) las tetas, ésa, tu angelical
preferida (perdón: la monstruo de tres cabezas
que perdiera dos de ellas, mientras la otra te lamía
vagina y ano).
Y de pronto, plop, su mundo en plástico. Los
rayos divinos eran de hulespuma; el amor era un
corazón enorme comprado en la gran juguetería
de Insurgentes Sur; el cariño era hulespuma en el
que se revolcaban; las caricias eran el spray que
lanzaba hilos de melancocha de distintos colores
que se desvanecían a los 5 minutos.
Al final de tantas cabriolas de indómitos caballos
de furia pertenecientes a ruedas de la fortuna
no les quedaba nada en absoluto; por ello, vuelven
a repetir el acto desprovisto de presdigitación
hasta que el cáncer o la sífilis o una mordida
verdadera de los cocodrilos, o un navajazo de
gallo desnudo, o mordida de sierpe, o picotazos
de buitres y águilas, o las mordisqueadas de las
tarántulas rojizas como tu cabello, o los colmillos
en cuello de las hienas rabiosas, bestias de las
profundidades, finalicen con ustedes sin hallar
sitio en el cielo, ni en el infierno, ni en el purgatorio,
ni en el éter; vaya, ni siquiera en la zona donde
transitan Kal-El y su esposa, padres de Superman.
Simplemente, se destruirán como cuando
dos iguales o idénticos se topan frente a frente en
algún sitio inexplorado del universo como dice
la física moderna.
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