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Bastardeando (II Y ÚLTIMA)
Lo que sigue a la impaciencia, el mediano hastío provocados en el público por la primera secuencia de Los bastardos –aquí referida hace una semana– es, según se mire, todo y nada, pues ha de transcurrir todavía un largo rato para que a Jesús y Fausto, los protagonistas, les “pase algo”, siempre que ese “algo” sea neciamente interpretado como el advenimiento forzoso de una ruptura, cualesquiera que sea la naturaleza de ésta pero, de preferencia, una de carácter implosivo, de ésas que no dejan lugar a dudas en el sentido de que la rutina de los personajes que uno está mirando –cualesquiera que sea la naturaleza de ésta, igualmente– ha sido quebrada de manera definitiva.
Porque es rutina, precisamente, lo que vemos a continuación en Los bastardos, en virtud de lo cual Mediomundo estará en condiciones de seguir masticando –si es comedido en silencio y, si no lo es, molestando a sus vecinos de butaca– ideas tipo en esta pinche película no pasa nada, carajo/de qué se trata esta chingadera/qué güeva/qué tiene de interesante ver a esa bola de güeyes ahí nomás parados diciendo pendejadas, todo lo cual vale como testimonio, de nueva cuenta, ni más ni menos que del estado de ánimo que Amat Escalante buscaba obtener del espectador: algo así como una necesidad cada minuto menos soportable, cada instante más inmanejable, de que deje de suceder lo que está sucediendo, pues lo que sucede en pantalla es –y no sólo al principio de la cinta– rutina y nada más. ¿Cuál? La del inmigrante ilegal en Estados Unidos, que es decir en muchos o en todos los casos la del trabajador a destajo que no sabe de contratos, prestaciones ni salarios ya no se diga justos sino al menos dignos, que es decir casi siempre la rutina del desempleado en su país, analfabeta –literal o funcional– que para no morirse de hambre cruza la frontera y se enfrenta cotidianamente no sólo a la búsqueda incierta del sustento sino al (mal)trato de los eventuales empleadores que lo (mal)toleran y literalmente lo usan, por barato y accesible; que es decir, en Los bastardos, la rutina del Jesús, la de Fausto y la de quienes, como ellos, pasan el tiempo que sea necesario apostados a las afueras de una tienda estilo Home Depot o Home Mart, esperando a ver quién los pizca para chambear por lo menos ese día.
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Lo que sucede después, y a despecho de todos aquellos que en dichos acontecimientos quieren ver rupturas definitivas, también es rutina, pues pocas cosas hay tan cotidianas para un inmigrante que el trato racista que le prodigan los nativos, lo mismo que la irritación contenida, la rabia callada que tanta bota en el pescuezo acaba por provocar en quienes, como le puede suceder a cualquier Jesús o a cualquier Fausto de los que tanto abundan allá y también acá, un buen día les ocurre que traen un arma de mediano calibre en la mochila y, hasta sin saber que eso están decidiendo, deciden darle uso.
A media trama, la mencionada arma es detonada, con las hemáticas y decibélicas consecuencias que de tal suceso pueden esperarse; efectivamente, al mismo tiempo, tiene verificativo la tan esperada irrupción del hecho no-rutinario –esperada, es preciso insistir, por quienes de este lado de la pantalla con dificultad creciente aguantaron hasta este punto tanta tensión acumulada. Empero, son tales el ritmo y el tono impresos en la cinta, que por lo bajo uno va sintiendo cómo le crece, hasta invadirle las certezas, la clara noción de que no hay tal irrupción, que no hay rupturas, porque tampoco es verdad que un par de disparos soltados en mala hora accedan al grado de hecho insólito, sobre todo si se toma en cuenta el quién, el dónde y el cuándo de Los bastardos. Si de insólitos se trata más resulta serlo, sobre todo, la inopinada convivencia sostenida por los dos inmigrantes con una mujer nativa, previo a los balazos.
En esa inversión de valores, tanto de carácter ético como en cuanto al peso relativo que se le concede a los hechos que enhebran la trama, radica el más grande acierto del director: lo verdaderamente grave no es aquello que aparenta serlo, sino eso otro en lo que nadie suele ya reparar, por ejemplo, en la rutina.
Entrevistado por Dilek Aydin, y en respuesta a una pregunta acerca de las razones por las cuales decidió que el principio y el final de Los bastardos, su segundo largometraje (el primero es Sangre), fuesen sendos plano-secuencias de considerable extensión, Amat Escalante respondió: “Hasta ahora me siento cómodo haciendo cosas que no puedo explicar, por lo que he llegado a creer que hago bien al filmarlas. Si no ¿cuál es el punto?”
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