Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
La pasión de Carl Dreyer
RODOLFO ALONSO
Descenso
YORGUÍS PABLÓPOULOS
La riqueza del bilingüismo
ADRIANA DEL MORAL entrevista con KIRAN NAGARKAR
La frase de Marx sobre el opio en su contexto
ROLANDO GÓMEZ
En recuerdo de Jorge Negrete
MARCO ANTONIO CAMPOS
Mathias Goeritz: ecos del modernismo mexicano
LAURA IBARRA
Amélie Nothomb: del narrador a lo narrado
JORGE GUDIÑO
Leer
Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Ana García Bergua
Caligrafías
Cuando era joven me faltaba una caligrafía decente, por causa de la letra script que invadió las escuelas en cierto momento y que, si bien quizá ayudó a los niños en la batalla con las letras que desfilaban al son de Cri Crí, les quitó un poco la personalidad al ponerlos a dibujar letras como de imprenta, como de molde, todas iguales, que ya no entraban con sangre como antaño –aquello gracias a Dios, por otra parte–, sino con teorías educativas y mucha televisión. Quizá se prefiguraba ahí la cercanía con estas épocas en que nadie escribe, propiamente, o casi nadie, y todos tecleamos como pianistas silentes nuestras computadoras que, en un descuido, dicen incluso sus propias ideas e inventan palabras que nuestras bocas jamás han pronunciado ni pronunciarán. Pronto los únicos que escribirán a mano serán los médicos y los meseros, géneros ambos de garrapateantes presurosos y enigmáticos, tan difícil es entender lo escrito por unos y otros para comprar la receta o enmendar la cuenta (usted me dijo veinticinco cervezas, ¿lo ve?, aquí lo escribí). Seguramente los boticarios toman clases de paleografía.
Pero incluso una caligrafía pésima, ilegible, tiene rasgos de rebeldía o terquedad, y una muy bonita puede ser el rasgo de quien desea quedar bien ante todo, aparentar, aunque no siempre; hay caligrafías admirables, que aprenden quienes también dibujan y tienen mano de genio para todo. También hay caligrafías que se exhiben y otras que se repliegan sobre sí mismas, y la suavidad o firmeza de la escritura habla muchas veces del carácter escondido de quien la ejecuta: gente de voz y gesto notables que tiene una letra pequeñísima y tímidos que al escribir dibujan enormidades, grandes aes, eles y elles que abarcan la página entera, como antenas o torres, emes paisajísticas. La letra dice mucho, en todos los sentidos: no de balde se analizan las firmas y los trazos –y tampoco de balde se dice harta tontería al respecto también, que me ahorraré.
Herman Melville |
La cosa es que tenía yo la idea, seguramente muy peregrina, de que por las líneas entre letra y letra fluye el hilo de las ideas y los sentimientos que albergan las palabras, algo misterioso aprende la mano al tejer de corrido las palabras. Por la gracia de ese empeño me obstiné hace años en tener una letra propia, distinta de la script que aprendí, que no fuera tampoco la palmer comercial que de algún lado sabía, una letra que me gustara. Así, tengo una letra hechiza que fui armando de prestado con las caligrafías magníficas de los amanuenses que pergeñaban los documentos en el siglo xix cuando yo misma fui amanuense copista de documentos, antes de tener una laptop que facilitara las cosas. Me gustaba imaginarlos con su tablón, sus plumillas, sus tintas, compases, reglas, pliegos, arenilla y papel secante, armados sólo con su hambre, su mano y su buena letra, Bartlebies silenciosos –aunque no se negaran, como el personaje de Melville, a escribir más–, temerosos de dejar caer la gota de tinta y arruinar un documento trazado con perfección, el oído puesto a la voz del escribano, el notario o el prócer exaltado que les dictara órdenes y cartas de efectos seculares. De repente, el eco de esa escritura era la escritura misma, no las palabras y sus significados. Me gustaba tratar de copiar para mí sus regordetas oes, sus haches con un rizo en el bastón, como una bandera airosa, sus mayúsculas un poco monárquicas, sus abreviaturas curiosas. Esas letras que llamaron bastarda y humanística, nombres de por sí elocuentes. Al copiar estas letras e intentar recorrer los rasgos que manos antiguas y desconocidas habían trazado tantas veces, me esforzaba por imaginar un poco cómo habrían sido estas personas –¿habría mujeres amanuenses, tal vez disfrazadas?– de joroba ejemplar, pues no hay joroba más digna que la que surge por el ensimismamiento de la escritura. El único peligro de tanto esmero en dibujar las letras era olvidar lo que estaba escribiendo o dejar de pensar en ello, un poco, quizá, como harían los copistas, más ocupados en encontrarle lugar al párrafo completo en el pliego, más empeñados en hermosear la página que en concebir ideas. Por eso, finalmente, escribo en esta computadora cuyas teclas de sonido chicloso han logrado ser música –por lo menos cuando escribo algo con gusto– y se me ha ido olvidando esa caligrafía que inventé, afanada en el teclado que facilita la escritura, pero de alguna manera borra la expresión. Me descubro garrapateando notas al azar, con cualquier letra, como un mesero o un doctor con prisas, y me siento un poco triste.
|