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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Amélie Nothomb: del narrador a lo narrado
Jorge Gudiño
Antes de que un autor consiga el
aplauso o encuentre en la literatura
una forma de vida que le
permita dedicarse a ella de tiempo
completo, existe una motivación
que le impulsa a escribir. Mucho se ha hablado de
los motores que llevan a perseguir esa página en
blanco con intención de llenarla. La respuesta,
desde un punto de vista tradicional, puede tener
un par de vertientes. La primera, que se manifiesta
casi de inmediato, está relacionada con las
obsesiones del autor. Contar es una forma de
darles cauce a partir de la narración como si
ésta fuera parte de un
proceso de psicoanálisis.
Se escribe para descubrir
las causas, para llegar al
inicio y enfrentarse a uno
mismo. La segunda posibilidad
es la que descansa
sobre la necesidad de
explicarse el mundo. Estrechamente
vinculada con la
anterior, las respuestas
están más allá de lo que el
campo de conocimiento
formal puede ofrecer. Es
un espectro limitado que
precisa ser roto con el fin
de llegar a esa verdad. Es
así como se opta por el montaje, la simulación.
Ahora los personajes cargarán con la responsabilidad
de explicar lo que sucede.
Amélie Nothomb (Kobe, 1967) es una autora
peculiar. Los inicios de su biografía dan cuenta
de ello. Es una belga nacida en Japón por culpa
del trabajo de su padre. Vivió sus primeros años
en varios países de Oriente antes de saberse
poseedora de la nacionalidad impresa en su
pasaporte. Esto le provocó una incertidumbre
que ha tardado años en resolver, si es que lo ha
logrado. Para hacerlo, ha recurrido al que quizá sea el mejor medio existente, la narrativa.
Resulta por demás extraño encontrarse con la
autobiografía de una escritora menor de cuarenta
años. Mucho más con una serie de libros de
corte autobiográfico que cuentan su historia.
¿Acaso no es un acto de soberbia ingresar a ese
género a tan temprana edad? ¿Qué puede tener
que contar que cautive a los lectores? ¿Es en verdad
excepcional su vida, cada una de las cosas que ha
vivido? Las respuestas podrían no ser afirmativas.
En realidad, podrían tender más a la indiferencia
porque su vida no es tan llamativa. ¿En qué
radica, entonces, el éxito que acompaña a cada
nuevo libro?
En su capacidad de volverse personaje, de
conjugar las dos necesidades básicas del narrador.
Cada una de sus novelas autobiográficas (El
sabotaje amoroso, Estupor y temblores, Metafísica de
los tubos, Biografía del hambre y Ni de Eva ni de Adán,
todas publicadas por Anagrama), además de
algunas otras en las que se sitúa como personaje
dentro de la trama, sirven como punto de partida
para conocerse a sí misma. En un momento previo
a su salida al mercado, estas novelas funcionan
como un procedimiento que busca explicarle a la
autora la manera en la que su vida se ha desarrollado.
Es probable que busque la complicidad con
el lector de forma tal que pueda justificar el abandono
de la persona amada o sus años de anoréxica
aunque disfruta como nadie de la comida.
Compartir su potomanía es equivalente a desnudarse.
Pero a la distancia, sin movimientos
sensuales. Porque la narradora que es, ha logrado
convertirse en personaje.
Amélie Nothomb narra determinados períodos
de su vida, en primera persona, sin ocultamientos.
Al menos eso aparenta. No es así. En
estos libros también hay simulación. Porque no
logra transmitir la intensidad que contagia con
sus otras historias en las que la consigna parece
ser provocar. Su biografía es interesante pero
repetitiva. Si acaso, ofrece el alcance que pueden
llegar a tener las palabras cuando se habla de sí mismo. Pero el verdadero valor de su obra
descansa en el resto de sus novelas.
En ellas tiene ocasión de contestarse la pregunta:
“¿qué pasaría si…?” Los puntos suspensivos
son la pista de despegue de muchos escritores.
En el caso de Nothomb, son el acuse de sus obsesiones.
Más allá de lo que ha sido su propia
vida, parece tener una fijación con la muerte, con
los asesinatos. Bastaría con revisar algunos de
sus títulos. Desde su primera novela Higiene del
asesino, hasta Atentado, pasando por Antichrista se pueden vislumbrar cierta tendencia.
Diccionario de nombres
propios es un título
inocuo. Cómo suponer
que, en la primera
página, e l lector se
encontrará con Lucette,
una mujer de diecinueve
años que, días antes
de tener a su primera
hija, decide asesinar a
su marido. Plectrude,
criada por una tía,
tendrá que sobrevivir
a un instinto que la obliga
a repetir el destino de su
madre. En Diario de Golondrina la autora utiliza por primera vez una voz
masculina, la de Urbano. Un joven al que dejó de
interesarle la vida hasta que se convirtió en
un asesino por encargo. Desde ese momento,
las emociones que siente cada vez que una bala
termina con alguien se van incrementando hasta
convertirse en una obsesión que sólo hallará
reposo cuando rompa la regla básica de todo
asesino a sueldo: nunca relacionarse con la víctima.
Aunque, en este caso, el problema es mayor,
porque Urbano vive este encuentro después de
que ha matado a Golondrina, a partir de su
diario. Ácido sulfúrico es, también, una novela
provocadora. Secuestradas al azar, varias personas
son obligadas a participar de un reality show perverso. Divididos en dos grupos, unos tomarán
el control como guardianes mientras los otros
serán presos. Pannonique será una de las que
viven bajo el yugo de los capos. Con más conocimientos
que la mayoría y una belleza arrebatadora,
tendrá que utilizar todos sus recursos para
salir avante de un infierno que ha alcanzado los
cien puntos de rating.
Si es cierto que la narrativa sirve para explicar
el mundo, Amélie Nothomb ha descubierto una
veta valiosa. No sólo por ser una autora prolífica
con una prosa suave y efectiva. También, porque
ha logrado convertirse en una autora de culto
desde muy joven. Habrá que estar pendientes
sobre el alcance de sus obsesiones que, incluso
ahora, han comenzado a repetirse y a perder un
poco de su fuerza originaria. Tal vez ser personaje
no sea tan sencillo como parece.
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