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Tamara de Lempicka: ícono del art-déco (II Y ÚLTIMA)
Por primera vez en América Latina, se presenta la exposición Tamara de Lempicka, ícono de las artes plásticas del siglo XX, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, cuyo diseño interior art déco resulta un espacio inmejorable para exhibir la pintura de la artista más emblemática de este estilo que marcó un hito en la arquitectura, las artes aplicadas, el diseño, la moda, la joyería, y hasta en la cinematografía en el período de entreguerras.
Huyendo de la Revolución bolchevique, Tamara de Lempicka (Varsovia, Polonia, 1898-Cuernavaca, México, 1980) se instala en 1919 en París con su marido Tadeusz Lempicki e inicia su carrera artística bajo la dirección de los pintores Maurice Denis y André Lhote, quien la introduce al cubismo y a las enseñanzas de los maestros clásicos y renacentistas. Muy pronto consigue exponer en los Salones de Otoño y de las Tullerías, y su pintura es bien recibida desde sus inicios, tanto por el público como por la crítica. En 1923 tuvo su primera exposición en la galería de Colette Weil, y sus retratos de gran fuerza expresiva comenzaron a tener un éxito inusitado en los círculos de la alta sociedad parisina a la que fácilmente se incorporó por su belleza, elegancia y personalidad arrebatadora. Al formar parte de ellos, Tamara supo captar su esencia y estados anímicos, y sus retratos documentan perfectamente el espíritu de les années folles (“los años locos”) que caracterizó el período de entreguerras. Así, Tamara de Lempicka se volvió tan famosa por su atractivo físico, sus recepciones, sus vestidos y su desaforada vida sexual, como por sus magníficas pinturas realizadas con una técnica rigurosa y una impronta muy personal.
Tamara en el Bugatti verde |
Sus primeros retratos y desnudos –firmados bajo el seudónimo masculino Lempitski para facilitar su acceso al medio artístico todavía reticente a la integración de las pintoras mujeres– denotan una fuerza casi viril en la representación de figuras monumentales, escultóricas, creadas a partir de deformaciones y planos geometrizantes que acentúan un erotismo desafiante y nos habla ya de su emancipación sexual. Poco a poco, sus figuras femeninas se van suavizando hasta convertirse, en algunos casos, en seres mórbidos, envueltos en sedosos paños ondulantes y atuendos que marcan la moda del momento. Lo más significativo en todos sus personajes es la mirada profunda e inaprehensible que la artista logra plasmar con intensidad. Sus mujeres se antojan bellezas gélidas de miradas perdidas, en algunos casos ensimismadas o extasiadas, y en otros hasta perversas y perturbadoras, pero siempre enigmáticas y profundamente sensuales. Sus personajes masculinos también están rigurosamente captados y hacen alarde de su status económico y social en sus posturas severas, rígidas, propias de la arrogancia de los poderosos. Sus composiciones a base de planos contrastados, volúmenes alterados, una paleta brillante y una iluminación dramática, crean el efecto del mundo moderno que Tamara tanto admiró y protagonizó con audacia tanto en su vida como en su arte. El ejemplo más contundente es su célebre autorretrato, Tamara en el Bugatti verde, que es el ícono de la flapper de los años veinte y desafía los cánones sociales y se integra con aplomo al estallido de la modernidad. Su obra más cotizada es la producida entre 1925-1935, en la que se palpa su extraordinaria creatividad y el riguroso cuidado de una factura impecable, como ella misma lo expresó: “Aspiraba a la técnica, al métier (oficio), a la sencillez y al buen gusto. Mi meta era no copiar.”
A finales de los años treinta, en plena crisis mundial a consecuencia de la Gran depresión, Tamara vuelca su mirada a la realidad social de los desposeídos y aparecen imágenes de refugiados, campesinos, seres angustiados de rostros adoloridos cuyo sufrimiento es metáfora de su propio estado anímico que la conduce a una serie de depresiones que la aquejaron el resto de su vida. En este mismo talante realiza algunas pinturas de tema religioso que expresan su búsqueda mística en momentos de desolación.
A partir de la década de los cuarenta su fuerza expresiva se va agotando y su estilo pictórico se ve relegado bajo el advenimiento de las nuevas vanguardias surgidas a raíz de la postguerra. Tamara incursiona sin ningún éxito en la abstracción, la naturaleza muerta con técnicas matéricas, y termina por copiarse a sí misma en reinterpretaciones de sus trabajos más celebrados. La imponderable Tamara de Lempicka muere en el olvido del medio artístico, pero su soberbia pintura resucita como el Ave fénix para insertarse en las primeras filas de la creación más preciada del siglo XX.
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