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Juan Domingo Argüelles
Alfonso Reyes ante la vocación caníbal
Alfonso Reyes, gentilísima persona y cordialísimo escritor, habló algunas veces de la vocación caníbal. En uno de los ensayos de El cazador, “Los orígenes de la guerra literaria en España” (tomo III de sus Obras completas ), Reyes nos recuerda una verdad imposible de eludir: “El peor enemigo, el de tu oficio.”
Y explica que “la aparición de la maledicencia literaria es una etapa de la cultura tan significativa como la fijación de la lengua en los albores de la poesía vernácula. Ella indica una temperatura social sin la cual sería imposible explicarse la producción de ciertos géneros y aun de ciertos módulos mentales”.
Al preguntarse en qué momento de las letras españolas surge la maledicencia, Reyes data sus inicios en el siglo XVII, pues al analizar la historia de períodos anteriores, encuentra que los juglares del xiii se parecían más a los ciegos que piden limosna cantando que a los literatos, y que en el caso de los clérigos de ese siglo y del siguiente (Berceo, el Arcipreste, etcétera), “ignoraban la vida literaria, en el sentido moderno; no hacían tertulia, no tenían café ni redacciones de periódicos”.
El Cancionero de Baena es un campo de batalla, pues “en los géneros literarios heredados de los trovadores estaba contenida ya la disputa, el reto”. Luego, en el siglo XVI la algarabía se aquieta porque los escritores representativos de esa época eran humanistas y gramáticos (Nebrija, Valdés, Garcilaso, Hurtado de Mendoza) al margen de toda disputa literaria: representan un paréntesis de silencio que preludiará la tormenta del siglo XVII con la Comedia Española. En el XVII, “al reanudarse la tradición, se inicia la era actual de la maledicencia, y cristaliza, para tres siglos, un procedimiento sui generis de comer prójimo”.
Es en el siglo XV, explica Reyes, cuando comienza a destacarse claramente la profesión literaria, pero es en el Renacimiento cuando aparece propiamente el “hombre de letras” y se producen las primeras rivalidades entre los viejos juglares, pugnas que se enconan cuando se establecen las cortes literarias y “la rivalidad entra, por decirlo así, en la literatura: la maledicencia profesional se mezcla con la intriga palaciega; se crea el sentimiento de la personalidad literaria, que empieza a mostrarse celosa de sus prerrogativas; el poeta hace, de su desdén o su odio para los demás, un tema poético, como ayer Arquíloco”.
La imprenta facilita la producción y difusión de la literatura que, adicionalmente, pierde toda solemnidad. El lucro atrae a los legos y, en consecuencia, concluye Reyes, “la canalla irrumpe, triunfalmente, en los Campos Elíseos de la literatura española”. Los ingenios se ufanan de su ingenio, se esmeran en su creatividad para ridiculizar e insultar a los otros con el magno pretexto de la “estética revolucionaria”: los nuevos y mejores contra los anquilosados y pedestres (según la lógica favorable de cada quien). Se enfrentan en guerra de insultos el conceptismo y el cultismo (“la pedantería ideológica contra la pedantería verbal”, acota Reyes) y en ella destacan, como generales, Quevedo y Góngora, rodeados de algunos validos que ni por asomo tenían el talento de un Lope o de un Ruiz de Alarcón, pero a quienes igualmente “no les bastaban todas las yerbas amargas de la tierra para purgar su malhumor insaciable”.
El problema que había traído la imprenta, junto con sus virtudes, era que para participar en esta guerra ya ni siquiera hacía falta saber nada (“ni saber escribir siquiera”, afirma Reyes). El secreto estaba en hacer grupo, ponerse del lado de los excelsos y participar en “la vida literaria” con sarcasmos, envidias y murmuraciones.
Es natural que Alfonso Reyes tuviese esta visión crítica de la disputa y la vida literarias. En las antípodas, Ricardo Garibay escribe en sus Paraderos literarios unas páginas de devoción y retobo contra el autor de Ifigenia cruel. “Era diplomático de oficio –dice–, y supongo que como tal se desempeñaba impecablemente. Jamás un sí ni un no, jamás el riesgo de un juicio contundente; y la sonrisa invariable... Pero en literatura hace falta cierta elementalidad, cierta lúcida rudeza o patanería para arremeter contra lo que no vale la pena. Hay que procurarse algunas dosis de enemistades o animadversiones; son garantía de juicio crítico y de honestidad en el mundo del espíritu.”
Tal es la justificación, ética y estética, de la vocación caníbal.
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