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El ángel exterminador, 2003 |
Espionaje
Ricardo Guzmán Wolffer
–Ya les dije en qué iglesia fue, déjenme ir, no aguanto estar acá arriba. Voy a volver a vomitar.
El diablillo, amarrado en la silla bajo el reflector, había cambiado de marrón a morado. En las rodillas, y hasta las pezuñas, una sopa apestosa comenzaba a secar. A sus espaldas, el ángel seguía hablando por videófono. La gabardina no ocultaba las alas ni la pistola flamígera.
–¡¿Cómo, tampoco está el arcángel Gabriel?! No es posible. Nunca están cuando se les necesita. Si ya saben que en Contraloría Superior siempre estamos necesitados de gente. Siquiera hicieran milagros, pero ni eso. Gracias, luego hablo. A ver si llega cualquiera de ellos –colgó y, dándole un golpe con los anillos de la mano al diablillo, le dijo– ahora sí te pasaste.
En ese momento hizo su aparición el ángel exterminador. Sus botas militares estaban manchadas de lodo.
–Hola, ¿y éste qué hizo? –preguntó, señalando al diablillo. Las pulseras de oro tintinearon.
–Hasta pena me da –contestó el ángel encargado–. No lo vas a creer. Puso tabletas de semen entre las hostias que repartieron en la misa del pasado veintiocho de diciembre. Según él, sólo fue en una iglesia, pero no es la primera vez que sucede. Los querubines investigadores ya lo tenían detectado desde hace un buen tiempo. Hasta ahora pudimos detener al culpable.
El exterminador torció las alas y extrajo la cachiporra flamígera de su funda sólo para regresarla enseguida. Jalándole los cuernos al monstruo, le preguntó:
–¿Y de dónde conseguiste las tabletas ésas?
Antes de contestar, el diablo menor volvió a vomitar. Entre toses farfulló:
–Del dormitorio de los curas, la alfombra está repleta.
Sonriendo, los seres alados movieron la cabeza de un lado al otro.
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