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Hugo Gutiérrez Vega
LUCHA DE CLASES EN AVIÓN
Un día se colocará una guillotina a la mitad de los aviones y los pasajeros de primera y de negocios serán conducidos al cadalso por un grupo numeroso de esclavos de la clase turística que, al grito revolucionario francés y esgrimiendo unos cuernitos de la era terciaria casi congelados y preñados con una tajadita translúcida de jamón de York, iniciará la rebelión de las masas turísticas y la decapitación de ricachones y ejecutivos de empresa. Esta violencia será el producto de muchos años de vejaciones, muchas horas con el cuerpo encogido en un asiento cada día más pequeño y muchos pollos con sabor a cartón mojado y pastas nadando en una crema que acaba de celebrar su segundo divorcio.
El vuelo de Iberia de México a Madrid sería, sin lugar a dudas, un escenario ideal para la celebración de la Revolución francesa en el aire. Sin exagerar, tal vez coloreando un poco, les voy a contar mi última experiencia iberiana: mes de agosto, avión casi lleno de turistas con grandes sombreros, sarapes y muñecas vestidas de tehuana; azafatas tan mal encaradas que daba verdadero pavor pedirles algo (han establecido un régimen de terror que les permite no ser molestadas por los pasajeros durante el vuelo), azafatos agrios y mandones, un comandante incapaz de comunicar algo a los siervos de la gleba; pantallas de televisión que nunca se prendieron, asientos diseñados por un dominico de Trento, un conjunto de niños que lloraban sin parar, una señora gorda atrapada en el minúsculo baño y horas, muchas horas de vuelo en las que se puede, para nuestra fortuna, leer un buen libro, siempre y cuando las turbulencias atlánticas no te lo arrebaten de las manos. A mi lado iba un señor que trasegó un par de ativanes y roncó como un bendito durante todo el vuelo. Me dio envidia y estuve a punto de pedirle una pastilla, pero no me atreví a despertarlo. Así es que cumplí todo el rito del vuelo nocturno con un estoicismo que obviamente no era mío (debe habérmelo prestado algún antepasado que viajaba en carretas tiradas por bueyes). La charola de comida contenía tres pedazos de lechuga, un tomatito, una porción de pollo con sabor a periódico de hace tres meses, un pedazo de pan congelado que nos hizo recordar alguna novela de Dickens y un vasito de agua de naranja llamada “zumo” por la enfurecida azafata. Comimos lo que pudimos (yo me limité a mordisquear un triangulito de queso crema) y esperamos contra toda esperanza que la pantalla de la televisión se encendiera para poder ver algún bodrio de Hollywood. No lo hizo. Intenté preguntar a una azafata cuál era la razón de esa ausencia de enajenación televisiva, pero la sola vista de su cara de poquísimos amigos me obligó a quedarme callado. Prendí mi lucesita y me puse a leer El castillo de cristal, de Jennifer Walls. Sus desgracias hicieron que lo que me estaba pasando careciera de importancia y se volviera hasta un poco pintoresco. Aterrizamos en Madrid y yo, sin metáfora, aterricé cuan largo soy en el pasillo (una extraña arruga en el hule tuvo la culpa de mi espectacular aterrizaje) de salida. La azafata comentó: “Que se ha caído ese viejo”, y un pasajero apostilló “¡Vaya tortazo!” Me levanté con la mayor dignidad posible y me negué a ir a los servicios médicos. Esta negativa tenía su sentido, pues con médicos o sin ellos, no me iba a librar de los moretones.
Antes de aterrizar nos sirvieron el famoso desayuno del croissant paleolítico con jamón de Groenlandia. Unos días más tarde pensé que mi caída algo tenía que ver el acceso de asco que me provocó el llamado desayuno.
Además de leer el libro de la Walls , aproveché el tiempo y escribí un par de conferencias (esta era una forma de tomar justa venganza por los ninguneos que sufrimos los galeotes llamados turistas en los aviones que son de algunos: los ejecutivos y los lavadores de dinero que devoran toneladas de caviar y trasiegan botellas de champagne en el santa sanctorum de primera).
¡Turistas del mundo, uníos y levantad la guillotina a la mitad del avión. Haremos una revolución pequeñoburguesa, pero, al terminar las ejecuciones, pasaremos a ocupar los asientos vacantes por decapitación (algo parecido a lo que sucede en México a todas horas) y gozaremos, aunque sea por un momento, de los privilegios que la injusta sociedad concede a unos cuantos! Abajo el croissant de la era terciaria! ¡Vivan las tostadas con caviar beluga! ¡Viva la lucha de clases en el aire!
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