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Juan Octavio Prenz:
elogio de la ausencia
Claudio Magris
Dostoievsky decía que sus libros y personajes salían, al igual que casi toda la gran literatura rusa de su tiempo, de una manga de El capote, de Gogol; de igual manera, El señor Kreck, la singular y poderosa novela que recientemente publicó Juan Octavio Prenz, desciende, con inconfundible originalidad, de ese brevísimo cuento de Hawthorne, Wakefield, que Borges, hace muchos años, en una página genial, rescató de las sombras para situarlo en un lugar en el que podía resaltar con toda su grandeza.
En el cuento de Hawthorne, el protagonista un día desaparece de su casa y se va a vivir –desconocido y dado por muerto–, a una miserable barriada de la periferia, a una especie de incoloro universo paralelo; él desaparece no para escapar de la gris cotidianeidad burguesa o para abandonarse a arrebatadas experiencias vitales, sino, por el contrario, para disimularse en lo grisáceo, para existir un poco menos, para confundirse con el tórpido río de los días, para ser Nadie. Esas cinco o seis páginas de Hawthorne son una parábola de la ausencia, de la imposibilidad de vivir la vida, en cuya escualidez uno se refugia para encontrar, como en una terapia homeopática, un refugio que nos proteja de su cruel y vacía insensatez.
Una parábola puede permitirse –si posee la fuerza poética para hacerlo– la grandeza, pero también el lujo de condensar lo esencial del significado, desprendido de su épica integración en la concreción histórica de la realidad humana, social y política. Dicha tarea –en este caso la tarea de confrontarse con la nada que reabsorbe a la vida atrapándola en la realidad cotidiana, en las relaciones familiares y sociales, en la Historia que siempre exige o pretende tener sentido–, le corresponde a la novela y es una tarea poéticamente ardua.
Con El señor Kreck, Prenz logró traducir la parábola en novela; transfigurar la ausencia en novela –es decir, concreta historia política y moral–; logró, con gran intensidad, hacer que hablara la negación, el rechazo; darle voz a la opacidad de la nada. Al igual que su autor, que desde hace muchos años vive en Trieste, también el señor Kreck es un argentino de origen istriano-croata, de esa Istria plurinacional poéticamente evocada en la novela, especialmente a través de la figura del padre y de la ciudad de Pisino, Pazin, un tiempo famosa por su liceo. Kreck es un hombre tranquilo, un padre de familia felizmente casado, un agente de seguros que realiza su trabajo con una meticulosa seriedad probablemente nacida de la indiferencia, pero que resulta más eficaz y escrupulosa que la pasión. Aborrece –pero sosegadamente, sin ni siquiera percatarse de ellas– las discusiones; es ajeno a los comprometedores ideales políticos; absolutamente confiable, parece encontrar en el silencio y en la elusión, en la correcta e indiferente deferencia a las normas y a las formas, la manera más decente de ir atravesando ese polvillo de días, equívocos y extrañeza con el que está formada la vida.
Con mano suave, con una sapiente y poética ligereza de toque unida a una precisión protocolar de tesorero público austríaco o diario kafkiano, Prenz logra representar la vida (afectos, trabajo, pensamientos, sentimientos) en su normalidad, sin duda alguna no amada pero profundamente respetada, y en la misteriosa penumbra que la vacía de sentido y le confiere una dulce pero no por eso menos delirante irrealidad. Un buen día, el señor Kreck renta, sin que los demás se enteren, un departamento de dos ancianas hermanas que viven en el culto al padre, ilustre ornitólogo, del orden y del buen nombre. Todo esto se adecúa perfectamente a las exigencias del señor Kreck, a su anarquismo tan profundo como para evitar cualquier gesto de rebelión, cualquier transgresivo desorden. Nunca se sabrá por qué el señor Kreck alquiló ese departamento; el motivo más obvio –una relación extraconyugal– será la mentira que él, acaso, al final, le dirá a su esposa, para salvar las apariencias de una normalidad (aunque, en este caso, burguesmente dividida en dos y censurable) y esconder su verdadero e inaccesible silencio, esa soledad y esa extrañeza sabiamente enmascaradas, por respeto a los demás y a sí mismo, detrás de las formas más tradicionales.
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Nunca se sabrá el verdadero motivo de esta su segunda doble vida –vacía, más regular, habitual e inaceptable que la que lleva en su casa. Sin embargo, posteriormente su secreto es conocido, es más, se vuelve una escandalosa noticia pública, porque se entreteje con la lucha política argentina, con los combates entre militares y terroristas y con la feroz represión del régimen militar. Kreck es arrestado porque se sospecha que su departamento es una guarida de terroristas y de sus rehenes. Prenz entreteje genialmente una vicisitud metafísicamente privada, la odisea de un yo que se vacía manteniendo decoro y dignidad, con la virulenta epopeya de la sangrienta y siempre excesiva historia sudamericana, con la crónica de las brutales violencias policíacas, de las criminales y angustiantes detenciones abusivas, de los asesinatos de Estado. La verdadera historia sanguinaria se dilata en dimensiones míticas, como en la grandiosa escena del funeral del terrorista, hijo de un alto oficial que forma parte de los represores; una grotesca escena en la que verdugos y perseguidos le rinden el mismo homenaje, pero por razones opuestas, al difunto, con esa cínica e irónica poesía de la muerte que es una pietas frecuente en la literatura sudamericana. Una vicisitud “apolítica” por excelencia se entreteje con la política más candente, de la que, por otra parte –y en eso consiste la más creativa originalidad del libro–, la primera es su reverso, como el negativo de una fotografía.
Prenz no escribió una novela sobre la dictadura militar argentina, contra la que se opuso (cuando escribió sobre Diana Terugi, una desaparecida, y abandonó su país cuando el régimen militar tomó el poder); escribió una fábula afilada, mítica y grotesca a la vez, como ya lo hizo en la espléndida Fábula de Innocenzo Onesto, el decapitado. También en su nuevo libro la historia es narrada desde múltiples puntos de vista. Desde el punto de vista de un narrador omnisciente y desde la perspectiva subjetiva de la esposa del señor Kreck; desde las voces que se integran y se sobreponen, y desde el murmullo mismo de la vida, que inventa y deshace todas las historias, así como el agua corroe las barcas y los mascarones de proa en la Ensenada de Barragán de su infancia, inmortalizadas en su Figura de proa. La novela concluye con muchas verdades posibles, pero, sobre todo, con una no-explicación, con un diálogo que no tiene lugar entre el señor Kreck –finalmente liberado de la cárcel– y su esposa. Y es que Kreck, al salir de la prisión y regresar a casa, no abre la boca, sale nuevamente y no regresa jamás. Pocos libros saben tocar con la mano, con tanta similitud, la sobria fuerza de la ausencia que nos envuelve; la que hace que cada uno de nosotros –en muchos momentos de nuestra vida– se transforme en alguien que en realidad se ha ido, que se ha ido para siempre.
Traducción de María Teresa Meneses
Tomado de Il Corriere della Sera, 12/IV/ 2007.
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