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Moreliana (I DE II)
Inevitable mencionarlo: diecinueve días después de los bombazos que –en plena celebración de una independencia cada vez más de papel y oropel y menos verificable en términos socioeconómicos– acabaron de desfigurar el semblante de una situación político-policíaca nacional de suyo descompuesta, la ciudad de Morelia vio arrancar la sexta edición del Festival Internacional de Cine. También inevitablemente, y de acuerdo con una lógica que tenía más de medio cuerpo sumido en la natural y consecuente psicosis colectiva derivada de un miedo real, en esos días llegó a especularse con la posibilidad de que el evento no se realizara.
Hoy, recién concluido el Festival, es claro que ese cúmulo de especulaciones funestas resultaron vanas, para bien de los habitantes de Morelia en particular y los de México en general, si bien tampoco deja de ser cierto que los últimos días –pongamos del pasado 4 al presente 12 de octubre–, pueden ser vistos de modos bien distintos: como los primeros del restablecimiento de la normalidad, donde esto último significa, apenas y tristemente, “sin atentados narcoterroristas”, o quizá, en este mismo sentido, como simples días de tregua.
Estas líneas son escritas cuando el Festival lleva recorrida la mitad de su camino. Entre muchos otros actos por ocurrir, está previsto que la esposa de quien actualmente ocupa el Poder Ejecutivo Federal asista, en una suerte de pisa y corre, al menos a un par de funciones cinematográficas. Si a final de cuentas lo hace –porque en política de aparador los arribos y las cancelaciones de último momento son pan cotidiano–, habrá tenido verificativo un nuevo y a saber si a estas alturas necesario refrendo de normalidad –por lo menos de normalidad oficial: la así llamada primera dama habrá demostrado que, a pesar de zetas y familias, la capital del estado que vio nacer a su consorte sigue siendo terreno pisable por cualquier mortal o, más modestamente, que dicha capital no es terreno vedado para quienes ocupan cargos públicos tan altos a nivel federal; eso sí, con el muy explícito salvoconducto del despliegue masivo –es decir, más masivo, valga la incorrección–, de nosesabecuántos miembros del Estado Mayor Presidencial.
Hasta aquí, como incluso Muchagente puede advertirlo, nada de cine. Para bien o para mal, esto y más incluye hoy de un evento que nació cinematográfico, que de seguro no ha de perder ahora ni después su más auténtica fisonomía pero que también, dadas las circunstancias, sin sucumbir pero sin remedio se convirtió, desde su arranque, en palestra de indignaciones encendidas y oratoria alada. Hay que insistir: la tentación de echar al viento arengas de unidad nacional y aquinopasanadas era irresistible; tanto, como las ganas primerdamescas de pasearse por estos lares como quien dice, urbi et orbi, “vea, usted y yo podemos venir al cine sin temor a que en la sala caiga una granada”, pero eso no nos quita a muchos la certeza de que más normal hubiera sido que el Festival arrancara y transcurriera sin refrendos de cuerpo presente ni espaldarazos mediáticos.
Necesidades y cálculos políticos aparte, quienes en Morelia han ido al cine a ver cine y no a ser vistos yendo al mismo, de entre una oferta numerosa han podido ver, por ejemplo, varias muestras recientes del envidiable estado de salud que guarda el largometraje documental mexicano. Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo (2008), dirigido por Yulene Olaizola a partir de un guión suyo y producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica, ya había obtenido reconocimientos en Transilvania y Buenos Aires, entre otros sitios, en los que de seguro se apreció la correcta factura, el buen ritmo narrativo y, sobre todo, el aprovechamiento a fondo que Olaizola hizo de un hallazgo acaecido muchos años atrás y luego, sin que nadie se lo propusiera, convertido en hecho digno de ser documentado: la presencia de un tal Jorge Riosse en la casa de huéspedes que la abuela de la directora instaló en la esquina de las calles que dan título al documental. Por momentos, la buena mano documentalista de Olaizola hace creer que bastaba con dar play a la cámara y dejar que las imágenes y el sonido hicieran el resto, pero lo cierto es que también hizo falta –como es obvio–, la capacidad de discernir dónde radicaba el interés más profundo del personaje.
Fueron exhibidos, entre muchos otros, Los últimos héroes de la península (2008), de José Manuel Cravioto, del que se habló aquí hace tiempo, así como Trazando Aleida (2007), de Christiane Burkhard, del que se hablará en breve.
(Continuará)
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