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Ana García Bergua
Maneras de ser calvo
Antes de la constelación de calvos falsos y verdaderos que desde hace como diez años han llenado nuestras calles (si bien hay que aceptar que han disminuido), existió Kojak, el detective calvo que encarnaba el actor Telly Savalas. Mucho antes que él vivió el actor ruso Yul Brynner, por no hablar del gran director Erich von Stroheim, que lucía en las películas algo así como una calva militar con copete. Si añadimos al personaje del tío Lucas de Los locos Adams –cuya cabeza calva emulaba de una manera muy gráfica los focos que encendía con sólo ponérselos en la boca y soplar concentradamente–, podríamos hacer algo así como la historia de la calva deliberada: desde aquella que representa una especie de ausencia de la razón, hasta la calva con sex appeal que se luce con la ostentación correspondiente a un peinado aparatoso o una leonina cabellera.
Así estábamos, decía, cuando de repente hace unos cuantos años brotaron de las aceras calvos por millones –quizá imitadores del cantante Mobi, aunque quizá él, a su vez, ya imitaba a algún calvo vanguardista–, calvos misteriosos y a la vez preventivos: habrían visto, seguramente en una bola de cristal, que en el futuro la cabeza se les habría de convertir en otra bola, igual de rala y lisa, y entonces decidieron agarrar el asunto por los pelos –perdón, pero así dicen– y fraguarse calvos de una vez por todas, a los treintaitantos años incluso, como si todo fuera cosa de agarrar la navaja y enfrentar las cosas. Como si desde la primera juventud alguien se pintara las arrugas que le corresponderán, o como aquellos que, antes de morir, mejor se matan de una buena vez. Ya las calvas nos advierten, de manera inquietante, sobre la calavera que algún día seremos (ese polvo antes de la nada, esa cara tan igual que tenemos todos abajo de la cara): será por eso que impresionan.
Foto: Patrick T Power |
O quizá otros lo harían guiados por alguna verdad estética, profunda o no, que vieron un día en el espejo, una moda para salir en bola (literalmente), y no pensaron en aquellos jóvenes fascistas de antes (y gulp, me temo que todavía los hay ahora) que –como hacía Von Stroheim en sus caracterizaciones– se podaban ordenadamente el alma y el cuerpo para mostrar su rechazo a toda clase de rebeliones, incluidas las capilares, para dar la idea del orden absoluto que reinaba adentro de sus cabezas, y que no creaba sino páramos desiertos encima de ellas y, si uno se descuidaba, también a su alrededor. En el otro extremo, hubo quien se rapó por rebeldía, como cierta cantante irlandesa, antes de que todos lo hicieran por esa moda o costumbre que, la verdad, me llama mucho la atención. Y de todos ellos se burlaba Jerry Seinfeld, pintándoles en el futuro una calva de verdad, como si la realidad los hubiera encerrado en su propia excentricidad, como si esa riqueza capilar que creyeron poseer –la garantía ante el rasurado temerario y un poco autodestructivo– desapareciera un día de repente, igual que el dinero en la bolsa de valores, y de repente se vieran condenados a ser calvos para siempre: de la calva rebelde al establishment calvo, condenados a parecerse al padre Hidalgo hasta el fin de sus días si no continuaban con el rapado pertinaz. A tal punto la calva puede ser una impostura, que Eric von Stroheim lucía en sus fotos de viejo una ondulada cabellera, y Yul Brynner, que usó la calva para encarnar a toda clase de personajes exóticos (como el rey de Siam), no era calvo. En cuanto a La cantante calva, de Ionesco, ésta nunca aparece: es la Godot de los calvos.
Y, bueno, yo sé que hay religiosos que se rapan, desde los monjes budistas con sus trajes naranja, hasta los monjes de las órdenes de antaño que con curiosas tonsuras se condecoraban las cabecitas locas: será que Lo Alto penetra en nuestro ser mejor cuando no hay cabellera que lo impida, será que la calvicie es, también, una forma de desnudez, de fragilidad, más cuando es la que es, cuando llega con la edad y se disimula con una boina simpática y aventurera. Y será que esa fragilidad es la que a fin de cuentas prevalece, pues, decía, la explosión de calvos à la mode ha amainado y ya no se ven tantos, quizá algunos que otros cuarentones un poco despistados que no se han enterado de que pasó el furor y siguen creyendo que las ilusiones las pintan calvas. A menos que no sea cierto, que esas cabelleras que veo ahora en los jóvenes, esas rastas, esos rizos, esos primores, no sean sino calvas tatuadas, hologramas capilares de pura ilusión.
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