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Las profundas simplicidades de Julio Torri
Raúl Olvera Mijares
El tiempo, que todo lo cambia, no parece haber hecho mella en la compacta y curiosa obra de Julio Torri Maynes (1899-1970). El escaso número de lectores que tuvo en su momento la obra no ha aumentado, ni para bien ni para mal, con los avatares de las épocas y la imposición de diversos gustos literarios. Torri, en cierto modo, siempre estuvo muy adelante o muy atrás de sus días. Miembro del Ateneo de la Juventud , no compartió la gloria que habrían de conocer otros de sus representantes como Alfonso Reyes, Pedro Enríquez Ureña, Antonio Caso o José Vasconcelos.
Torri, casi la versión mexicana de Immanuel Kant, dejó rara vez los confines del Valle de Anáhuac, donde no vio la luz del mundo, por cierto. Vástago de inmigrantes italianos establecidos en Torreón, Julio Torri nació en Saltillo, donde aprendería sus primeras letras hasta emprender el traslado a la capital donde absolvió estudios jurídicos. Realizó varios viajes, una vez consolidada su carrera como maestro de la Universidad Nacional y preparatorias para señoritas, con destino a Europa, Sudamérica y Estados Unidos.
De una obra de creación exigua, que apenas rebasa el centenar de páginas, más otras tantas dedicadas a la literatura española, las reflexiones sobre libros y cartas, Torri es uno de los autores más reconcentrados y enjundiosos de la lengua española. Cultivador del poema en prosa, el ensayo corto, el epigrama y la estampa, es el maestro de la prosa breve. Sin él la obra de autores tan egregios como Juan José Arreola o Augusto Monterroso no habría sido posible.
Sus Ensayos y poemas datan de 1917, De fusilamientos, de 1940, y sus Tres libros, con la valiosa adición de Prosas dispersas, de 1964. Obra breve pero profunda la de Julio Torri, que exige un lector avezado en los clásicos españoles, los representantes franceses del poema en prosa y los cultivadores ingleses del ensayo como un Charles Lamb, por ejemplo. Fruto de un espíritu ya maduro a los treinta años –Torri fue siempre viejo–, su prosa conoce la sutileza del castellano antiguo, a la manera de Azorín, y la penetración en momentos de un Schopenhauer o un Lichtenberg.
La gravedad y el tono solemne son sólo el telón de fondo del pensamiento de Torri, que acostumbraba engalanarse con los colores vivos de nuestro pueblo, en la vena de la pintura de un Chucho Reyes. “ La melancolía es el color complementario de la ironía”, escribió. En efecto, el mucho pensar, la contemplación de amplias perspectivas, conduce sin defecto a la tristeza. Julio Torri fue un filósofo de la vida y un consumado estilista del idioma.
Mil veces preferible la ironía, incluso la tristeza, a la melosa y ramplona manipulación que ejerce el sentimiento. Julio Torri fue un autor que apeló a la inteligencia, la sutileza de espíritu, el humorismo fino. En el pasado unos cuantos apreciaron el valor de su obra. Más tarde Torri adquirió tufo de santidad, convirtiéndose en un escritor para escritores. Hoy día el desprecio general por la buena prosa –¿quién lee aún a los clásicos?–, el desdén por el hálito poético y la evocación de épocas pretéritas, dan cuenta del olvido en que se halla Torri, si no total es gracias a las escuelas. Aunque eso no impide que se erijan plazas públicas en su nombre, se bauticen calles y hasta se apadrinen concursos –aunque no de textos breves, por cierto.
El futuro, sin embargo, pinta bien para este autor saltillense, el único de exquisito genio nacido hasta ahora por esos lares, pues desde hace años estudiosos de expresión francesa e inglesa se han interesado en su obra y promovido sus traducciones –ojalá mejores, menos puntuales acaso, que las del portugués que nos legara el maestro en su articulito sobre Machado de Assis. Es indudable que resulta complejo conservar intacto el casticismo de su obra, aunque mucho de conceptual hay en ella que resiste mejor el trasvase a otras lenguas, particularmente el francés. ¿Qué serían Torri, Arreola y Monterroso sin Baudelaire, Valéry, Henri Michaud y Marcel Schwob?
La soledad, la ingratitud, la incomprensión, las falsificaciones estéticas, la hipocresía ética y las tergiversaciones lógicas son algunos de los temas de Torri, un espíritu raro, incólume, insobornable. Un provinciano que en pleno Centro Histórico se apertrechó en los modestos cuartos de una vecindad de la capital, su torre de marfil, el Parnaso desde donde lanzó al mundo, de entre los valiosos y raros volúmenes de su biblioteca, el petardo expresivo y efímero de su pensamiento, mexicano y universal a la vez.
Siempre al margen del triunfo de sus amigos, hijos de familias acomodadas, hábiles aduladores u oficiosos del político en turno, Torri prefirió dedicarse en privado a sus pequeños placeres –contemplar las piernas de sus alumnas, seducir “ norteamericanas que dejan acariciar sus cuerpos como si fueran ajenos” y, en sus últimos años, meter a su cuarto a cuanta criadita se topaba. Algo remiso de los deberes de la pluma, codicioso en secreto de la celebridad ajena, aunque panegirista en público de sus valedores –la única prolijidad que conoció su pluma–, lector compulsivo y comprador de libros, Julio Torri fue uno de los grandes cuentistas, ensayistas y tratadistas de la literatura de todos los tiempos, autor de filigranas, de dibujo enrevesado y vibrante, que dicen tanto con tan poco.
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