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Mexicanidad de utilería
La de la televisión es la industria de la mentira. Casi siempre burda, a veces la mentira quizá se utiliza para hacerle a alguien más llevadera la existencia. Si pensamos en ese alguien como el pueblo de México, tan necesitado de apapachos, tan huérfano de sus caudillos, tan vapuleado por la realidad de todos los días y tan televidente consuetudinario, pues no es difícil justificar la mentira y decirle, en lugar de engaño, ilusión. En televisión, la realidad se traslada al segundo plano de las cosas odiosas pero necesarias, y al postergar la rutina ingrata alimenta idiosincrásicas indolencias tan nuestras: mañana te pago, al rato empiezo, nomás tantito, orita voy. Se trata, podría decirse con toda pompa, del hontanar donde nace el círculo vicioso del ostracismo social.
La televisión proporciona a su vasto público una buena cantidad de satisfacciones que tranquilizan o vigorizan el ideario colectivo. A menor bagaje cultural del respetable, mayor eficacia de la televisión como vehículo de satisfacción. Tal vez uno de los rubros en que esto se hace más evidente es un nacionalismo ramplón que reverdece cada septiembre. De acuerdo a su previsible lógica globalifílica, homogénea y mercantilista a ultranza, la televisión dedica buena parte de sus esfuerzos a la construcción –desde luego como veta comercial que asegure réditos– de lo mexicano. Buena parte de la industria musical emparentada a las dos principales televisoras privadas se dedica a la confección y distribución de productos, como hizo el cine mexicano de la primera mitad del siglo pasado, en que películas de intérpretes como Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Aguilar o Piporro popularizaron la canción ranchera. Algo parecido sucede con géneros que carecen de auténtica inspiración lírica o genuino ejercicio compositor, pero bien arraigados en la lógica del mercado: la balada romántica, la misma canción ranchera, el reguetón, la onda grupera y una pródiga colección de híbridos y subgéneros que van desde la tecnocumbia tabasqueña hasta el pasito duranguense, nacido de la pereza mental de algún abusadillo “compositor” de narcopolcas, todos con su debida correspondencia visual en videoclips. Allí se generan modas que van moldeando, de la manera más torcida posible, lo nuestro. Lo importante para la televisión, en tanto el concepto de lo nacional le resulte lucrativo, es que esos músicos, esas figuras casi siempre construidas con adornos de utilería y trampas de sintetizador, sean eso, mexicanos, y de alguna manera, a la par que un buen negocio, resulten ingredientes de un irrecusable motivo de unidad y hasta de ese orgullo nacionalista que más bien deberemos calificar como patriotero. La extranjería de quienes interpretan esos productos, lo mismo que la de algunos actores populares, es invariablemente disimulada por la televisión.
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Nada más fácil que inventar la mexicanidad simplemente porque alguien canta boleros, rancheras o dice México en un estribillo machacón que debe ser nuestro, y para lo que luego suele venderse al extranjero como folclor. Ejemplos curiosos hay varios. Se dice que Luis Miguel, por ejemplo, al que se ha tenido por el cantante mexicano por antonomasia en las últimas décadas, no es mexicano, sino boricua. Se dice que Claudio Brook, por ejemplo, figura respetable y preponderante en la televisión mexicana durante muchos años, era dominicano; se sabe que Chavela Vargas es costarricense y que Chespirito, ese viejo consentido de Televisa, es de origen chileno. Maribel Guardia, quien tiene rendidos a sus pies a todos los mecánicos de barrio de México, también es costarricense, lo mismo que un grupo de antioqueños sostienen de nuestro mismísimo Pedro Infante; Ofelia Guilmáin era española, mientras que Bárbara Mori es nica, en fin, resulta que figuras hechas en y por la tele (con excepción de doña Chavela, que se rifa aparte y muy por encima de esas figuritas infladas con aire caliente) resultan no ser mexicanas ni ser, en muchos casos, santa tecnología mediante, cantantes. Tal que si un día en Argentina se cuela la versión de que la gorda cósmica Mercedes Sosa es peruana y hace playback, como Timbiriche. Nada raro si, como acá, se tiene un presidente empleado del imperio corporativo estadunidense, un himno nacional compuesto y patentado por extranjeros y una santa patrona guadalupana inventada por españoles y comercializada por olímpicos chinos. Porque lo que es cierto es también esto: que la televisión mexicana no tiene patria, excepto cuando es septiembre. Ni patria ni madre.
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