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(Com)poner la biblioteca
Si los libros han resistido de todo, desde el desorden hasta el hecho de albergar polvo, hongos, bacterias y ácaros que pueden ser mortales para quienes consultan lejagos como los del Archivo General de la Nación (donde se exigen tapabocas y guantes quirúrgicos para los usuarios de los volúmenes más antiguos), y ahora deben enfrentarse a los defensores de la revolución tecnológica (éstos dicen que no es problema el analfabetismo funcional de la mayoría de quienes ingresan a los primeros años de las facultades universitarias, pues ven con íntimo regocijo el estallido de una revolución semejante a la de Gutenberg: la de la computadora); si los libros han resistido hongos, incendios y filotecnólogos, ¿qué puede hacer, en la modestia de su hogar, un amante de los libros que sólo trata de no ser parte de ese arremetimiento antilibresco, ni de ese síndrome que podría llamarse Farenheit 451?
(Al margen de que un libro puede llevarse a todos lados –en los viajes, en el transporte público, dentro del baño, a la hora previa del dormir en la cama–, cosa que todavía no es apreciable en los formatos tecnológicos –no me ha sido dado ver a nadie leyendo algo en su laptop dentro del metro, la pesera, o la tina–, el conocimiento ofrecido por los libros no exime al usuario de la lectura, sino todo lo contrario: se supone que debe leerse la información buscada; suponiendo que el llamado hipertexto “libere” del molesto conocimiento a quien puede acceder a él mediante una rápida búsqueda por internet, ¿no debería suponerse la lectura de lo consultado, sea en formato de hipertexto o de texto impreso? El conocimiento y los libros… Los prefiero tanto como al piano, pues detesto el sintetizador y el llamado “teclado” electrónico.)
Quien hace una biblioteca personal a pesar de las advertencias acerca de hurtos, extravíos, hongos, bacterias, ácaros, el peso de los muchos libros sobre la resistencia de los materiales en un departamento, la falta de espacio y el destino posterior de la colección, muestra que es un Lector y que desea perseverar en cierta forma de la conservación del conocimiento (así éste sea el del coto de sus preferencias), o de sus gustos intelectuales. No otra cosa hacen los juveniles usuarios del I–pod, pequeño artefacto cibernético adherido a los oídos del adicto, capaz de contener horas y horas de música (casi siempre) inane: una recopilación que podría llamarse “discoteca portátil”. Además, si Lector ha avanzado en su trabajo como coleccionista, diferenciará entre la biblioteca personal y la de trabajo, más pequeña y cambiante, pero que tiene que ver con sus necesidades profesionales: libros de consulta, “de texto”, de apoyo, para hacer notas profesionales, investigaciones perentorias…
¿Qué biblioteca tener? Entre la Nacional y la de Austin y la de Gabriel Zaíd, recomiendo el punto intermedio de la capacidad individual para conservar los libros. Si se vive en el Palacio de Versalles, allí pueden caber (casi) todos los ejemplares que se quieran (recuérdese la Biblioteca de Babel); si se vive en un departamento de interés social, es necesaria la selectividad. Escribo esto y vuelvo atrás: ésta siempre es necesaria, pues abundan los libros chatarra que no merecen habitar ningún estante (algunos fueron regalados por los autores en persona; otros, por amigos y parientes bienintencionados). Esas chatarras pueden venderse en las librerías de viejo (que ya casi no venden nada “viejo”, pues muchas apenas ofrecen libros tan antiguos como los de los años ochenta del siglo pasado y los exhiben como la cosa más veterana): salvo honrosas excepciones, pocas de esas librerías deberían llamarse “de viejo” y cambiar su nombre por “deshuesaderos”, “asaltalibros”: despaginaderos: compran en un peso lo que venden en cien.
Librerías famosas ofrecen libros “de hoy”, “de moda”, el “bestseller”, lo que sale rapidito; lo cual está lejos del estilo de las viejas tiendas de libros en las cuales (incluso ellas mismas, en el pasado), sin ser “de viejo”, se conseguían tesoros que tardaban en “salir” (“en moverse”, como se dice), aguardando a su buscador. Pregúntese a casi todos los afables dependientes acerca de un libro o un autor que no esté “en la lista del mes”, a ver si saben de qué está hablando Lector (buscarán un archivo de la compu, porque no se intelige la búsqueda de Comprador): vgr., pregúntese por Felisberto Hernández.
Sin afán burlón: para poner la biblioteca se requiere de una poca de gracia y otra cosita y arriba iré; yo soy Lector y tú eres Lectora, por ti seré…
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