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Memoria de Tréveris
Esther Andradi
Al costado del Mosela se yergue esa ciudad llamada Tréveris, la más antigua de Alemania. Dizque la fundaron los romanos hace una pila de siglos y, para que nadie lo olvide, dejaron su impronta en la Porta Nigra , donde entonces empezaba el muro protector y ahora la peatonal. Príncipes y arzobispos, duques y reyes se turnaron para competir por el esplendor en las construcciones y monumentos: el Palacio de los Príncipes Electores, la Basílica y el convento. Entre una cosa y otra, porque la vida se hace de días y de horas, la gente sin nombre trabajaba como esclava, sierva y hasta proletaria, arrojando el bofe entre pestes, tisis y hambre, construía el puente imperial sobre el río para que pasaran las legiones sin mojarse las sandalias, y la catedral y las iglesias románicas y góticas, implorando al Altísimo, y también el empedrado, y los comerciantes traían sus productos al mercado y las jóvenes y viejas cocinaban para grandes fastos entre hambrunas crónicas.
Visitantes al Museo temporal de Marx, en la ciudad de Linz, Austria. Foto: Uwe Meinhold/ AFP |
En esta ciudad sede de la túnica sagrada de Jesús, un día de 1818 nació un niño a quien llamaron Karl. Su casa era una casa barroca de tres plantas, en el número diez de la Brückenstrasse –la calle del puente– y muy cerca del mercado donde desemboca la calle de los carniceros y del otro lado la de los panaderos. El joven Karl, hijo de una familia acomodada de rabinos convertidos al protestantismo, creció viendo aquello que los demás ignoraban, y que él nítidamente diferenciaba: los esclavos muertos durante la construcción del imponente puente imperial sobre el Mosela, los siervos trayendo y llevando la piedra para edificar los templos, los proletarios de la revolución industrial. La clase atravesando los puentes de historia enterrada. La dialéctica de la emoción y el candor, diría un graffiti siglo y medio después, en 1968.
Pero antes de la peatonal y las marcas del consumo estampadas en todas las riberas de todos los ríos, antes de la publicidad y del todo va mejor, y de la confirmación – repetitiva– de la estupidez infinita a través de la pantalla y el video y el i-pod y el mp3 y el celular, antes de ello, el hombre, a quien entretanto le había crecido la barba, que ya había estudiado leyes y filosofía, y que había escrito acerca de un fantasma que recorría Europa, debió esconderse y exiliarse para siempre de la casa de tres plantas y el Mosela, y de Alemania y Francia, acusado de exceso de imaginación y por las dudas. Se llamaba Karl y se apellidaba Marx.
Su casa, que ya no es su casa, 125 años después de su muerte es un museo donde 60 mil turistas año por año, como yo, van a respirar el aire que fue su aliento. A un costado, un afiche irónico: a afeitarse, gillette. Su rostro adorna una taza de café; un vino del Mosela lleva su nombre. El vino, no han podido evitarlo, es rojo y espeso, como su logotipo.
Tres espectros sorprenden en el jardín de corte francés, tres esculturas tamaño natural del hombre de barba. Como para salir corriendo. Cosas de la historia que sigue su curso a la orilla del río, mientras espera que nazca otra criatura capaz de develar el resto del misterio.
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