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Daniel el valiente
Esta columna tal vez debería ser potestad de Naief Yehya, porque involucra a su amada Palestina, o de Alonso Arreola, porque trata del trabajo de un músico excepcional, de su amistad con otro pensador superlativo que según los cánones de la estupidez debió ser su mortífero enemigo en lugar de su compadrito del alma, porque uno era árabe, el filósofo, pensador y activista palestino Edward Said y otro israelí, prodigioso pianista y director de orquesta, hombre de múltiples nacionalidades (argentino de cuna, judío de raigambre rusa, ciudadano israelí, español y palestino), Daniel Barenboim, y porque se trata también de que el acto de comunión en que ambos se enfrascaron obsequió al mundo una de las más hermosas empresas humanas: una orquesta. Una orquesta de muchachas y muchachos que, otra vez si volvemos al canon imbécil de los señores de la guerra, deberían estarse odiando a muerte, lanzándose granadas, piedras y cohetes, disparando balas y venablos en lugar de intercambiar pizzicatos y ensayar juntos las más exquisitas partituras inventadas por el hombre y, en fin, regocijarse y crecer juntos con la música más bella convertida en lenguaje verdaderamente ecuménico. El esfuerzo, las penurias, las presiones políticas y sociales bien valieron la pena: la orquesta se llama –el nombre lo sacó Said de un libro de poemas de Goethe– Orquesta del Diván de Oriente y Occidente, y ha hecho presentaciones en lugares inusitados, como un concierto en Ramallah en 2005. A sus creadores les fue concedido el Premio Príncipe de Asturias en 2002. La componen jóvenes de varios países, pero su exotismo radica en que acrisola, cosa antes impensable, árabes y judíos.
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Said perdió la guerra contra la leucemia en 2003, y al frente de la orquesta quedó Barenboim. Los últimos años han estado marcados por vientos de intolerancia que lo convirtieron en un personaje mediático sui generis; es un consentido de muchos canales culturales del mundo, a pesar de que sus opiniones políticas suelen chocar como trenes contra las de la mayoría de los ejecutivos de las televisoras occidentales que, sin embargo, lo adoran. La BBC de Londres o el estadunidense Arts&Entertainment, por ejemplo, suelen transmitir sus andanzas y enseñanzas musicales por el mundo entero. Sus programas didácticos en que con jóvenes virtuosos pianistas desarrolla lecciones de alto nivel sobre, por ejemplo, la interpretación de las sonatas para piano de Beethoven (una de sus más depuradas especialidades musicales) son particularmente apreciados.
Es en a & e , precisamente, donde en México podemos disfrutar del desparpajo político, de la entrega de Barenboim a la música. Allí precisamente el documental hace poco transmitido sobre la Orquesta del Diván y aquella proverbial presentación de Ramallah, ciudad asediada hasta el desespero por el expansionismo israelita de los últimos años. Fue por entonces que a Barenboim le fue concedido el Premio Wolf de las artes, y lo recibió, como debía ser tratándose de su valimiento en el mundo de las artes, en el recinto casi sagrado de los israelitas, el Knéset o Parlamento. Y fue allí donde don Daniel hizo de las suyas y les dijo en su cara a los miembros de lo más granado de la sociedad israelí lo que pensaba de ese expansionismo, que en últimos años ha saltado las trancas de la prudencia para robarse con lujo de violencia el poco territorio que le habían dejado al pueblo palestino. Y lo hizo nada más que leyendo el acta de fundación del Estado de Israel, aquellos párrafos que consagran la libertad, la hermandad y el respeto entre los pueblos. Y claro, vinieron las reacciones de la reacción, las duras palabras de la ministra de Cultura, la ensayada mueca de asombro del presidente, los airados comentarios del presidente de la fundación Wolf, que mudó rápidamente de club filantrópico en buhardilla de derechas, para que veamos que en todos lados se cuecen habas.
Pero queda la música. Su universalidad, su metalenguaje mágico y catalizador. Y la sabiduría de Barenboim, cuando señaló que lo sucedido en Jerusalén demostraba que “tantas lecciones del pasado o bien se han olvidado ya o nunca fueron cabalmente comprendidas. El tiempo no define conceptos, pero los influencia de manera directa. ¿Cuánto tiempo le va a tomar a la gente de la región aceptar que el pasado no es sino una transición hacia el presente y el presente nada más que una transición al futuro?, de ese modo, un presente cruel y violento no es sino una transición a un futuro de crueldad y violencia…”
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