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Hugo Gutiérrez Vega
LOS DESOREJADOS
Mi abuela vivió todas las revoluciones de la revolución y sufrió en sus propias carnes los excesos de la llamada segunda cristiada. Este levantamiento fue organizado por partidas de los cristeros que no aceptaron los tratados que el episcopado y el enviado del Vaticano firmaron con el presidente Portes Gil (satélite del general Calles), y por partidas de simples bandoleros, robavacas y delincuentes del orden común escapados de las prisiones de Jalisco, Guanajuato, Aguascalientes, Zacatecas y Durango. Estos bandidos llegaban a un rancho y, en calidad de impuesto para la causa, robaban todo lo que se podía robar y se llevaban el ganado. Los campesinos, cansados de tanto atropello, pidieron el auxilio del gobierno y, muchos de ellos, crearon grupos paramilitares compuestos por pistoleros profesionales que cobraban sus salarios y recibían muy robustas comisiones. Por su parte, el gobierno movilizó algunos destacamentos militares y, en buena medida, confió en los agraristas que defendían sus tierras recién tituladas que eran el objeto de la codicia de los de la “segunda”, enemigos jurados del reparto agrario y partidarios del viejo sistema de la hacienda. Guadalupe de Anda nos habla, en su novela Los bragados, de los hacendados que financiaban a los supuestos cristeros para que combatieran a los agraristas. Por otra parte, los de la “segunda” odiaban la llamada educación socialista y desorejaban (pioneros del mochaorejismo) a los maestros que llegaban de las ciudades con entusiasmo y deseo de enseñar a los niños de los pueblos y villorrios. Conocí a uno de esos maestros rurales de espíritu tenaz y reincidente, pues le faltaban las orejas y le habían mutilado la punta de la nariz. Una anécdota puede ilustrar el caso de los cristeros enemigos de los “traidores tratados”. Paso a contarla: un compadre mío, originario de Ojuelos de Jalisco (población situada en los límites de Jalisco con Aguascalientes y San Luis Potosí y así llamada por los ojos de agua zarca que aliviaban la sed de sus habitantes), no aceptó los tratados y se remontó a la sierra de Comanja para seguir luchando. Cansado de su ardua empresa, bajó a Ojuelos y habló con el cura párroco. Le dijo: “Mire padre, ya estoy muy candado de tanto pelear. ¿Qué hago?” “Pide la amnistía –respondió el cura–. Se la han concedido a todos los que la solicitan.” El beligerante mandó un telegrama a la secretaría de la Defensa pidiendo la amnistía. Muchos años después, con gran furia, me mostró el telegrama amarillento que contenía la siguiente respuesta: “Imposible amnistiarlo. Ignorábamos que estuviera usted levantado en armas.” “Estos cabrones ni la burla me perdonaron”, me comentó el luchador que había pasado los dos años de su guerra, acompañado de otro descontento, recorriendo los afilados riscos de la Sierra de Comanja. Este fue un caso excepcional, pues la mayor parte de los bandidos disfrazados de cristeros se dedicaron a asaltar ranchos y a desvalijar a la población civil.
En el libro de Jean Meyer, excelente investigación, por otra parte, no quedan bien definidas los diferencias entre la “primera” y la “segunda”. En cambio, en los estudios de Xorje del Campo (recién fallecido) y en las novelas de Guadalupe de Anda, se establecen con mayor claridad las características de los dos levantamientos. Sobra decir que la “segunda” no fue una guerra, sino en conjunto de asaltos y de latrocinios que no tenían una dirección definida (en la “primera”, Gorostieta y Degollado comandaron los ejércitos del norte y del sur, y establecieron dos jefaturas centralizadas. Así lo narra el Padre Heriberto Navarrete, que en la “primera” tuvo rango de mayor y fue asistente de Gorostieta.) En la “segunda” proliferaron las pequeñas gavillas de criminales que al grito de “Viva Cristo Rey” arreaban con el ganado e incendiaban casas y establos.
Conviene hacer estas distinciones antes de construir santuarios a los mártires y de mentarles la madre a los que se oponen al uso del erario público para construir el Valle de los Caídos mexicanos (ya devolvieron 30 millones del generoso óbolo). En las guerras civiles las dos partes cometen excesos y la furia no permite que haya lugar para la compasión o para la mesura. Supongo que el maestro rural desorejado y desnarigado (debe andar cerca de los noventa años) no irá a visitar el santuario de los mártires y, si lo hace, revivirá su terror y su perplejidad ante crueldades tan manifiestas cometidas por alguno de los mártires festejados y homenajeados.
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