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(Des)ubicación de la biblioteca
Borges describió, en “La biblioteca de Babel”, los muros y
anaqueles de una edificación sin fin: “El universo (que otros
llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido,
y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos
de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores
y superiores: interminablemente. La distribución de las
galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles
por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura,
que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario
normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que
desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas.
A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades finales. Por ahí
pasa la escalera espiral, que
se abisma y se eleva hacia
lo remoto. […] A cada uno
de los muros de cada
hexágono corresponden
cinco anaqueles;
cada anaquel encierra
treinta y dos libros
de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas
diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada
renglón, de unas ochenta letras de color negro. También
hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas.”
Umberto Eco, en El nombre de la rosa, tuvo la prudencia
de calcular el número de ejemplares de la biblioteca a partir
de las precisiones borgeanas: su resultado fue el de un 1
seguido de tal cantidad de ceros que su volumen sugiere la
infinitud. El efecto magistral de la paradoja borgeana consiste
en sugerir una biblioteca aparentemente mensurable
dentro de cada cuarto de la torre, como si fuera del
tamaño de una biblioteca personal, aunque la suma progresiva
de libros y anaqueles en los hexágonos deja ver lo
engañoso de la descripción: al multiplicar 5 (anaqueles)
×4 (muros) × 32 libros distribuidos en cada hexágono, el
resultado es de 640 libros.
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Acostumbrados a la desmesura de bibliotecas como la
de Alejandría (aunque en ella se contenían rollos de papiro
y tablillas, y no estrictamente “libros”, tal como se comenzaron
a conocer desde la Edad Media) y a la vastedad de bibliotecas
modernas como la Nacional (en México), como la
de Austin y otras tantas, así como a las grandes bibliotecas
conservadas en el Palacio de Minería, en la Capilla Alfonsina
o en el Ateneo Español de México (aunque éstas parezcan
pequeñas, en comparación con las otras), es raro que un
bibliófilo común aspire a conservar en su casa una cantidad
de volúmenes como los que habitan en el que fue
domicilio y estudio de Alfonso Reyes, en la colonia Condesa.
Sin embargo, concediendo que un modesto bibliófilo alcance
–en su biblioteca personal– un número de ejemplares
cercano al de un solo hexágono de la biblioteca babélica
imaginada por Borges, eso ya es una fuente de
meditaciones y descalabros para el hipotético lector (pues
se supone que quien guarda libros es porque los lee).
¿Dónde guardar 640 libros? No pensemos en grandes
residencias ni imaginemos suntuosas mansiones y palacios,
sino lo que el destino depara a cualquier ciudadano
clasemediero con un sueldo como los que hoy se pagan a
quienes comienzan a trabajar: un departamento de “interés
social”, cuyo “interés” consiste en ofrecer a su habitante
–mediante una deuda de veinte años– un área de alrededor
de treinta y cinco metros cuadrados para vivir; aunque también
pueden imaginarse espacios intermedios entre uno de
esos departamentos minúsculos y alguno más grande,
de unos 240 metros cuadrados, pero el problema de los libros
seguirá siendo motivo de zozobra: ¿dónde poner
640 libros cuyo volumen –es lo más probable– irá creciendo
conforme avancen los años, en casas donde el espacio
conocido como “estudio” o “despacho” parece un concepto
inimaginable para los arquitectos de hoy?
Están los libreros hechos con tablas y ladrillos, los rústicos
y los lujosos, pero el quid está en saber cuál es la pared
donde se extenderán los muebles librescos, de qué tamaño
y, de antemano, si ocuparán el lugar de otras cosas igualmente
necesarias para la vida familiar. Está la solución de
poner los libros debajo de las mesas y las camas, en cajas o
alacenas, pero al final éstos resultan remedios imprácticos,
tanto por el maltrato que sufrirán los seres de papel como
porque será difícil recordar dónde quedó el ejemplar único
del Necronomicón, regalado y dedicado por Abdul, ese viejo
amigo.
Qué arduo y difícil articular una biblioteca personal en los departamentos de hoy.
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