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Distorsiones y rezagos (III de IV)
Será inevitable: cuando Año uña sea estrenado comercialmente –si eso alguna vez sucede–, Todomundo hará el principal hincapié en el apellido de su realizador más que en la cinta misma, e incluso más que en el propio realizador; y es muy probable que éste, Jonás Cuarón, con demasiada frecuencia se vea compelido a delimitar las evanescentes fronteras entre aquello que Año uña le debe exclusivamente a él, director, guionista y autor de la fotografía, y aquello otro emanado de lo que Muchagente considerará la inevitable asesoría/presencia/influencia/intervención de papá Cuarón.
Pero como Año uña no está siendo comercialmente estrenado ahora, ni parece que lo será en el futuro inmediato –y aun si lo fuera–, puede prescindirse aquí de dicho recurso facilista, según el cual todo análisis y comentario acerca de Año uña consistiría en la identificación de afinidades, cercanías o discrepancias respecto de la filmografía –el estilo, la temática, etecé–, que hasta la fecha registra un señor llamado Alfonso y apellidado igual que Jonás.
CINE SIN KINO
Este sumeteclas conoce a más de un espectador que, luego de haber visto Año uña, se sintió llamado a timo, estafa o escamoteo. ¿La causa? Que, dada la solución formal elegida por Cuarón para darle cuerpo a su largometraje, no se trata aquí de cine. Dicho en otras palabras: en estricto sentido académico, e incluso a partir de una simple definición etimológica, esto no es cine; vale decir, aquí no se presenta una sola imagen en movimiento aparente y en su lugar hay una serie de fotos fijas, cuya posterior inclusión en un pietaje da igualmente la idea de una progresión diegética. Ésta, como es obvio, permite directamente al raciocinio –y no en primera instancia al ojo, como Todomundo sabe que funciona la kinesis fílmica–, ingresar al terreno de la convención narrativa de acuerdo con la cual eso que vemos es una historia que alguien está contando.
Jonás Cuarón |
A la manera de quien tiene en su poder el mando de un carrusel de diapositivas, Cuarón dispuso que las fotografías fuesen pormenorizando una historia cuya elementalidad es, al mismo tiempo, limitación y virtud. Lo primero, en directo y estrecho vínculo con la referida solución formal, puesto que la disposición fragmentaria de la imagen inevitablemente impide mayores alcances dramáticos por parte de los actores –y los no actores–, incluidos en la trama o, mejor dicho, por parte de los personajes y los no-personajes que intervienen o son hechos figurar. Lo mismo sucede con elementos formales como la escenografía –que se supone no es tal cosa sino, simple y llanamente, lo que en el fondo había al momento preciso de capturar la imagen fotográfica–, así como la luz, incluidos cambios y matices –aquí más bien ausentes--, más una serie de recursos consustanciales a la imagen en movimiento, de los que Año uña carece de modo deliberado.
Lo segundo –es decir, la virtud– consiste en haber sido capaz de transmitir con sólo un puñado de recursos, entre los cuales el audio resulta obviamente fundamental, tanto la sensación dinámica indispensable, como algo más profundo: no sólo el sentido concreto de una anécdota en efecto simple y por eso mismo perfectamente delineada –aquí la bien común de un enamoramiento adolescente que es mitad fabulación absoluta y mitad acto espontáneo sin consecuencias aparentes–, sino inclusive la convicción de que esa forma elegida, el ritmo como sincopado que apareja en consecuencia, lo mismo que la posibilidad de guardar en la memoria cierta imagen fija en particular, eran los que mejor le venían a esa historia en particular, y puede que algo más: eran y son una metáfora bastante aproximada y convincente de la manera en que el tiempo y los acontecimientos que en él se desarrollan, son vistos desde el ojo con el cual la adolescencia mira al mundo. Para Diego, el chavo caliente que sólo está viendo –y pensando, y hablándose a sí mismo de– a ver a quién se tira , a quien le da lo mismo la prima que ya se fue y la inquilina que llega a rentar una habitación, los días y su contenido son poco más que la oportunidad renovada de ver precisamente a quién se tira, y entonces mundo, días y contenido están como fijos, quietos en su ausencia de novedad, aunque al final los actos del propio Diego, inopinados e irreflexivos, inofensivos y determinantes, lo conduzcan a una muy personal vuelta de tuerca en el proceso de maduración.
Algo semejante a lo que, con seguridad, habrá de sucederle a Cuarón cuando acometa su siguiente proyecto.
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