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Felipe Garrido
De perdida
Nina es un encanto, ¡oh, sí! Un alud, un tsunami, un vendaval. Mujer volcánica, me digo cuando vuelvo a seguir sus jeans , que la dibujan en el grado justo en que aún la conservan elegante, y veo cómo los botines que acaba de comprar –¿nueve, doce, quince zapaterías revolvimos?– le marcan el juego de la cintura en los pasos firmes y voraces. Porque ahora Nina quiere una tira de encaje que haga juego con la que le regaló su madrina hace un año y tornamos –por tercera vez– a la tienda aquella donde encontró las velas con aroma de canela porque, dice, cree que vio... pero en el camino descubre un aparador que se le había escondido y mientras entramos me da las bolsas que trae porque le hace falta tener libres las manos. Yo las recibo haciéndoles lugar entre las que llevo y me derrito de celos y me digo lo bueno que sería que Nina me deseara con esa pasión, ese empeño, ese frenesí... No me engaño: para eso haría falta, de perdida, ser un mantel. |