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Subimos al pesero. Había espacio suficiente por lo que Andrés se acomodó al frente y yo en la parte trasera. Avanzamos. Pocas paradas adelante subió una mujer joven, delgada, atractiva, con los ojos enrojecidos, como reprimiendo el llanto. Se sentó a mi lado. Me miró. La miré. Apenas arrancaba el pesero cuando escuché un fuerte golpe a mi costado, un golpe metálico y hueco, como si golpeasen con una pesada moneda la lámina del pesero. Giré instintivamente hacia la parte lateral que daba a la ventanilla y sólo alcancé a ver el contorno de un cuerpo; miré hacia atrás, y a medida que avanzaba y aumentaba de velocidad el pesero, observé a un hombre alto, de finas facciones, de unos treinta años, vestido con ropas blancas y holgadas, de escaso cabello y barba recortada, estático sobre el pavimento con los puños apretados, mirándome fijamente, diríase que severamente enfurecido. Miré a Andrés, que parecía indiferente, absorto en sus pensamientos, como si no se hubiese percatado de nada. Miré a la mujer, que me observaba con aire contrito:
–¿Conoce a ese hombre? –dije sin vacilar, dirigiéndome a él con la vista.
–Es un judío –contestó casi en voz baja.
Miré de nuevo hacia atrás y allí, a la distancia, por sobre el polvoriento cristal, continuaba el hombre con la misma expresión adusta.
–Un judío? ¿Y qué le sucede?
–Creo que lo ha confundido.
–¿A mí?... ¿Con quién?
La mujer guardó silencio. Parecía que de un momento a otro el llanto cedería a raudales. Se cubrió el rostro con sus manos delgadas y delicadas. Yo no sabía qué estaba sucediendo.
–Oiga, cálmese, por favor –fue lo único que alcancé a decir.
La mujer dejó ver su rostro. No obstante su cara desmejorada, era una mujer verdaderamente atractiva. Hasta entonces advertí que sus rasgos eran extranjeros, diríase que judíos.
–Usted no entiende. Y le suplico que no me haga más preguntas –dijo con voz quebrada.
El pesero se detuvo. La mujer me miró con especial ternura, me sonrió y bajó.
Quizá tuve intención de bajarme también y seguirla, porque escuché la voz grave de Andrés:
–¿Adónde vas? Aún no llegamos.
En ese momento comprendí que Andrés seguía sin darse cuenta de nada.
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