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Verónica Murguía
Rudyard y Jim
Entre los espíritus tutelares que me guiaron en la infancia, hay dos ingleses nacidos en India por los que siento veneración: Rudyard Kipling y Jim Corbett.
Gracias a ellos, los lotes baldíos de mi colonia se transformaban en la jungla india. Entre los fresnos y el polvo –convertidos, gracias a la lectura, en vegetación selvática de la India– acechaban las bestias fabulosas de los libros: tigres, panteras, osos, cobras y mangostas. Me imaginaba que iba apostada en un howdah – ésas como casitas que se ponen sobre los lomos de los elefantes–, y buscaba con la mirada a mis dos tigres: Shere Khan, el villano del Libro de la selva , y a Bachelor of Powalgarh , uno de los muchos tigres antropófagos que Jim Corbett cazó a lo largo de su vida.
Cuando digo que siento devoción por estos dos escritores, lo manifiesto no como la expresión de una madurez indulgente con las aficiones de la niñez, sino como una lectora adulta que, en virtud de la experiencia, lee con más atención. Son dos escritores formidables, con ideas opuestas de India, y sin embargo, extrañamente complementarios.
Kipling nació en Bombay en 1865, le otorgaron el Nobel en 1907 y en los tiempos que corren no está de moda porque es políticamente incorrecto; “por escribir bien”, Auden lo perdonó en un poema famoso. Este escritor que de niño era tan indio como Mowgli, fue, sin empacho, un paladín del Raj. Cerca de su muerte en 1936, las ideas de Kipling sobre India habían caído en desgracia. Él mismo, en su autobiografía escrita un año antes de su fallecimiento, haría burla de su sentencia “Occidente y Oriente son lo que son, y nunca se encontrarán”, y comentó: “Parecía exacto, pues lo había comprobado en el mapa; pero se me ocurrió señalar ciertas circunstancias en que los puntos cardinales dejan de existir.”
Rudyard Kipling |
Kipling era un escritor maravilloso. Su vívida imaginación, la fuerza evocadora de lo que describe y la eficacia estructural de sus novelas y cuentos, han resistido al paso del tiempo y a su racismo. Hasta Salman Rushdie, a quien la lectura de Kipling resulta casi ofensiva, encuentra que “hay mucho en Kipling que me cuesta trabajo perdonar; pero también hay verdad en estas historias, la suficiente para que resulten imposibles de ignorar”.
El libro que más amo de Kipling no es un libro controvertido, pues el protagonista está rodeado de la India selvática, y no de humanos, ni colonialistas, ni colonizados. Es, claro, el Libro de la selva .
Shere Khan hubiera sido visto con piedad por el otro inglés: Jim Corbett. Nacido diez años después que Kipling en Naini Tal, una aldea cercana a los Himalayas, Corbett fue un cazador experto que, en la madurez y al ver amenazados los bosques y la fauna de India, se convirtió en defensor de los animales salvajes. Corbett estuvo en la primera guerra mundial, en Francia, y a su regreso se instaló en Mokameh Ghat, contratado por la Bengal and North Western Railway. Murió en África, en 1955.
Es un personaje admirable, sereno y de un estoicismo a toda prueba. A diferencia de Kipling, amó a los indios y se sintió siempre a gusto entre ellos. Pocas líneas pueden revelar toda una postura como la dedicatoria de su libro Mi India: “Esos pobres de solemnidad, con quienes he compartido mi vida […] son los héroes de las páginas de este libro que a ellos dedico con toda humildad: a mis amigos, los desheredados de la India.”
Sumada a esta falta de prejuicios, que le permitió amigarse con personas de las castas bajas y brahmines por igual, Corbett añadió su habilidad de contador de historias y su experiencia como cazador de tigres. Tigres que perdonaban la vida a niños, pero que se metían entre diez personas para sacar sigilosamente al infortunado que dormía en medio, y comérselo. Tigres que subían árboles altísimos, atravesaban ríos, desarticulaban trampas, y que Corbett cazaba con pena, pues los amaba.
Una noche se quedó encerrado en el baño con una cobra; otra, tuvo que devolverle los intestinos a su lugar a un amigo al que un tigre había desgarrado el vientre de un zarpazo, ¡y el hombre no sólo vivió para contarlo, sino que murió de viejo! Estas historias, contadas con un sentido del humor y un laconismo admirables, hacen de Corbett un personaje muy superior a cualquiera de los sahibs que pueblan las novelas de Kipling.
Corbett es la prueba de que, sí, Occidente y Oriente están lejos uno del otro. Y también de que hay un puente transitable entre los dos.
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