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Alfredo Rosas Martínez
Inés Arredondo y la perversión
Los caminos de la perversión en la literatura de Inés Arredondo son diversos. En varios de sus cuentos el mal nace del corazón y se fuga por la vista, y de aquí, a lo que encuentra –o mira– más cerca. Y en ocasiones lo que está más cerca es la propia familia en la que suele surgir la tentación del incesto, o algo que tiene que ver con él.
La perversión es un desvío del sentido correcto de las cosas. Las conductas poseen, en principio, una dirección adecuada, conveniente, normal. Por alguna circunstancia, hay un momento en que esa dirección sufre un trastorno, una perversión. El desvío es en sentido contrario. Si la dirección hacia delante es la correcta, ésta tiene que ver con el bien; por tanto, la dirección contraria tendrá que ser incorrecta y estar en relación con el mal. El término perversión remite a conductas no ortodoxas, indebidas.
En el cuento “Estío”, la perversión gira, aparentemente, alrededor del incesto. En la época más calurosa del año, una mujer madura convive con su hijo, Román, y con Julio, amigo de aquél. La época de estío se le presenta como la más propicia para dar rienda suelta a su eros soterrado durante muchos años. Aún joven, ardiente y reprimida, empieza a destilar el mal, antes de que estalle en su interior, a través de la vista. Ella contempla con insistencia a los dos jóvenes adolescentes mientras ellos juegan, nadan y se divierten.
A la perversión le gustan los disimulos. Todo parece indicar que entre la mujer madura y Julio, el amigo de su hijo, hay una mutua y secreta atracción. Julio, al parecer, no es ajeno a esta situación. Ella empieza a sentirse turbada ante la presencia del joven. Las acciones de la mujer madura son significativas. Se da un baño y, desnuda, se tiende en el cemento del piso y aprieta contra él la sien, la mejilla, los pechos, el vientre y los muslos, como si quisiera silenciar los bramidos de su cuerpo que acaba de despertar al deseo.
La perversión se disimula por medio de la ambigüedad. Un sábado deciden ir los tres al mar. La mujer contempla los cuerpos de ambos jóvenes, los flancos que palpitan brillantes por el sudor; escucha el jadeo de sus respiraciones. Por única vez, alude con una imagen al fruto prohibido que representa su hijo, Román. Al hacer éste una pirueta en el aire, ella dice: “El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo.” Finalmente, el disimulo cobra forma y todo se inclina hacia Julio, quien se siente perturbado e intranquilo al convivir con una mujer que es como el sueño dorado de un hombre joven y virgen. Como si sospechara, tal vez, que no hay nada mejor que ingresar a la vida conducido por una mujer de experiencia a cambio de la inocencia: “Nunca he estado con una mujer”, susurra el joven al oído de la mujer.
El susurro provoca un estruendo en el cuerpo dormido de la mujer madura. Su reacción se resuelve en imágenes sugestivas. Baja a la parte trasera de su casa y descalza pisa la tierra húmeda que es fermento saludable a punto de volverse putrefacción; la huerta húmeda y exuberante es como su alma desparpajada; la tierra y las hojas podridas son el humus de su incontenible eros. Acaricia el tronco de un árbol como le gustaría acariciar el cuerpo desnudo de un hombre o como le gustaría que la acariciaran a ella: “Mis manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura.”
La mujer perversa, sobre todo en verano, siempre sabe lo que tiene que hacer. Un día decide quedarse sola en casa. Ya de noche, se contempla desnuda frente al espejo y se tiende sobre la cama, echada ahí, igual que un animal enfermo se abandona a la naturaleza. Escucha que los jóvenes llegan a la casa, cierran la puerta de la calle con llave y se dirigen a sus respectivas recámaras. Mientras tanto, ella espera. Un ligero ruido en el pasillo y ella sabe que ha llegado el momento, como si aquello hubiera sido lo que había estado esperando durante aquel tiempo interminable: “Lo abracé con todas mis fuerzas –dice la mujer–, y fue entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos, estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado.” Pero el hombre joven resulta ser Julio, el amigo de su hijo.
La verdadera perversión en este cuento no es el incesto. Un cuento cuenta dos historias al mismo tiempo: una superficial y otra secreta; esta última se revela en un final sorpresivo. La historia secreta se refiere a cómo una mujer madura, sensual y reprimida elabora un plan para salvar la inocencia propia y la de su hijo y, al mismo tiempo, para quedar como culpable de otra acción nefasta: ve, admira, desea, provoca a un adolescente virgen. Ella anhela que sea su hijo el que esté en el pasillo oscuro, pero sabe que sólo puede ser Julio, el amigo de su hijo. A la mujer madura le satisface la humillación que provoca en el joven cuando éste se entera que ha sido aceptado en el lugar de otro, y le satisface también la decepción y el horror que le provoca al joven inocente al saber a quién se refiere el nombre sagrado: “Lo nuestro era mentira porque aunque se hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de que lo seas tú [se refiere a Julio]. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea injusto.”
Ilusión rota, humillación, horror en el joven al escuchar el nombre sagrado; gusto, alivio y satisfacción en ella. Lo que provoca, lo que siente y lo que disfruta la experiencia sobre la inocencia: este es el verdadero acto de perversión.
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