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Repudio a la intolerancia (I DE II)
para Braulio Peralta y Guillermo Arreola
Hace un mes Jorge Mario Bergoglio, el pontífice católico, en un documento titulado “Instrumentum Laboris”, afirmó otra vez el rechazo de su iglesia a los matrimonios homosexuales (y la eutanasia y el aborto, colofones de siempre en el discurso excluyente del catolicismo ultra) para unos cuantos días después repetir y repetir la palabra “inclusión” durante su visita a Ecuador y Bolivia. Esencialmente se trataba de un gesto hipócrita, que escondía en otra manga un embate bien coordinado del discurso excluyente típico de la ultraderecha cristiana en contra de la comunidad lgbt y la homologación de sus derechos de convivencia conyugal. No podíamos esperar otra cosa de una de las instituciones más retrógradas, homofóbicas (a pesar de los miles de homosexuales en sus filas), misóginas y retardatarias en la historia de la humanidad: sorprendente hubiera sido que sumara algún apoyo. En México la Suprema Corte de Justicia estableció jurisprudencia positiva al respecto y ello ha irritado a los sectores más conservadores de esta sociedad mexicana tan católica y misericordiosa hasta que le salen los viejos prejuicios de siempre en que homofobia, misoginia, clasismo y racismo parecen ser la tónica preponderante para distorsionar, envilecer y enrarecer la convivencia social. Creo que hablo por muchos de quienes vivimos en México cuando digo que quisiera que la sociedad en este país fuera respetuosa y tolerante y que en ello lográramos forjar una patria menos magullada que la que habitamos ahora. Por eso, qué paradoja, estoy totalmente convencido de que hay que combatir esas expresiones de intolerancia.
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Hace una semana, el día 25 de julio, esa intolerancia y ese odio disfrazados de buenas intenciones se materializaron en marchas que reunieron a lo más granado del catolicismo intransigente, vinculado también a los estamentos dominantes de sus respectivas ciudades. Desde luego esas marchas no las criticaron, ni escuchamos la rancia cantinela de “mejor pónganse a trabajar” que suelen espetar a otros marchistas, esos manifestantes. El epicentro fue, como suele suceder en asuntos de la ultraderecha mexicana, la muy clasista, racista, misógina y homofóbica ciudad de Guadalajara. Según los organizadores, se reunieron algo más de veinte mil manifestantes, muchos niños entre ellos, para corear consignas contra el matrimonio igualitario (y contra el aborto, y contra la eutanasia, aunque difícilmente alguno de esos niños entienda de qué está hablando precisamente porque en la mayoría de sus hogares esos son temas prohibidos o abordados únicamente desde una perspectiva verticalista y dogmática: autoritaria), aunque otros conteos sitúan esa asistencia en varios miles menos.
Los argumentos que esgrimen quienes se oponen a un matrimonio homoparental suelen ser callejones sin salida racional que terminan invariablemente refugiándose en la nebulosa doctrinaria o en dichos de los personeros eclesiales a los que sus fervorosos creyentes consideran de alguna manera mejores que ellos, más capaces de trazar directrices colectivas, a pesar de que esos personeros al menos en teoría no practican su propia sexualidad por preceptos religiosos. En intentos desesperados, se erigen en expertos de conducta animal, por ejemplo, y afirman sacando pechito absurdos como que en la naturaleza no existe la homosexualidad porque la sexualidad es únicamente para procrear y no sólo para experimentar placer, vaya bobada. Pero enmudecen en cuanto se les recuerda que la naturaleza en sí no tiene deliberación de voluntad. El hombre sí, y la Iglesia se ha dedicado desde su fundación como teocracia a cooptar eso, la voluntad ajena. La naturaleza no rechaza nada, no es una institución humana. Es mucho más grande, compleja y al mismo tiempo simple que eso.
Muchos somos los que pensamos esto: que se casen los que se quieran y que el curita de Roma se haga cargo de su alcoba, no de las ajenas. Es inaceptable que los religiosos desacrediten a la sociedad para tratar de encajar sus credos mientras toman como afrenta, ellos o sus feligreses, cualquier cuestionamiento. Eso se llama pensamiento autoritario, en la Iglesia católica o en el partido comunista chino. Ningún clérigo de ningún culto se debe arrogar ínfulas como para llamar a las madres solteras de la sociedad a la que pertenece “plaga”, por ejemplo. Ni debe presionar a la autoridad de esa sociedad –ante la que está sujeto– para que niegue derechos a los demás... porque ese es el asunto con el clero católico: sus ínfulas.
(Continuará)
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