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Música latinoamericana
en las venas
de Madrid
Alessandra
Galimberti
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La bandera nacional de la República Dominicana (rojo, azul y blanco), reproducida en todos los tamaños posibles y colgada a diestra y siniestra, junto con fotografías, raídas por el tiempo, de ensoñadores paisajes tropicales (playa, sol y coco), son los distintivos inequívocos de La Esquina Caribeña, uno de los tantos restaurantes que denotan la colorida y bulliciosa presencia de la colonia dominicana en el barrio de Cuatro Caminos, en pleno centro de Madrid.
Aquí, los dominicanos llegan puntualmente cualquier día a cualquier hora, pero sobre todo los domingos, cuando libran, cuando no trabajan, cuando no hay prisa, cuando no han de cuidar a niños, perros y ancianos ajenos, cuando tienen todo el tiempo y más por delante. Llegan solos, en familia, en pandilla o en pareja, y se instalan donde pueden, donde haya un huequecito, en alguna mesa, en la barra, junto a la puerta, contra la pared o cualquier otra esquina libre cuando se atesta el lugar, hasta reventar, poco a poco desde la apertura a mediodía hasta el cierre de las puertas, más allá de la noche avenida.
Vienen a comer el sancocho, el sabroso chicharrón estilo Villa Mella, los guandules o el mangú; a tomar una y otra y otra cerveza Presidente, a brindar con ron directamente importado de allá, de la “isla en medio del mar”. Vienen, sencillamente, a estar, a bailar, a corear, a recordar, a dirimir penas, broncas, mal de amores y, por encima de todo, a nutrir la nostalgia con notas, sorbos y cuerpos buscándose y rozándose al compás del merengue y, aún más cerquita todavía, la bachata.
Simultáneamente, en otro barrio, más hacia el sur de la capital, pegado a lo que denominan el cinturón rojo, asociado históricamente al proletariado y a las luchas de la izquierda, migrantes procedentes de los llanos orientales de Bolivia, los así llamados cambas, se juntan en La Choza, una peña al mejor estilo de su terruño natal. Es un amplio salón de baile, anteriormente usado para bodas, bautizos y comuniones, con profuso decorado kitsch, harto ornamento dorado, lámparas de lágrimas de vidrio y espejos por doquier. En el centro, la pista de baile; a la redonda, mesas circulares o largos tablones con sus respectivas sillas para diez, veinte o más personas; a un costado, la cocina de donde salen los meseros con las suculentas viandas regionales y, al fondo, lo más importante: la orquesta de música que entona sin parar cumbia tras cumbia para todos y cada uno de los paisanos.
Por su lado, los bolivianos del altiplano, los collas, se juntaron recientemente con los andinos ecuatorianos para celebrar conjuntamente el Inti Raymi, la gran Fiesta del Sol, que llevaron a cabo, cuando el solsticio de verano, en El Retiro, el parque emblemático de Madrid. Mujeres y hombres, ataviados a la usanza indígena de acuerdo con la fraternidad de pertenencia, extendieron una exuberante ofrenda con frutas, flores e incienso, rezaron al astro en su lengua materna quechua, mascaron y convidaron generosas cantidades de hojas de coca para, finalmente, terminar la ceremonia con danzas al ritmo de quenas, zampoñas, tarkas y antaras que entonaban waynos, tinkus y yaravíes.
Todo ello constituye sólo una puntada de los tantísimos espacios que los migrantes procedentes de todos los rincones del continente latinoamericano han abierto y/o constituido en la capital española. Son espacios normalmente regentados por los mismos extranjeros, dirigidos fundamentalmente a sus connacionales que, dentro del contexto del desarraigo propio de la migración, vienen a cumplir un rol fundamental de cohesión étnica y memoria. La música, esencial, siempre presente, se convierte en punto de atracción, recreación, confluencia y conexión entre compatriotas que se reconocen entre sí por compartir no solamente un lugar de origen, sino también el lugar del destierro y, tal vez, los años dirán, del entierro.
Los sonidos de América Latina no están sin embargo solamente circunscritos a estos espacios de añoranzas, sino se desbordan más allá de los linderos étnicos y se diseminan marcando rutas musicales a lo largo y ancho del mapa socio-geográfico de la ciudad. Y ello gracias a los músicos que se asoman e incursionan fuera de los ghettos, para brindar los ritmos latinos al público español, necesitado de exotismos, ensoñaciones u otredades.
La oferta musical es amplia y variada; en los clubes nocturnos de música en vivo y en las salas formales de conciertos hay para escoger de acuerdo con la saudade y el cosquilleo del momento: desde el tango y el son montuno, pasando por boleros de toda la vida, los acordeones y vallenatos de Colombia, la samba brasileña hasta la percusión de cajón y tacón de los peruanos afrodescendientes. En estos contextos nocturnos es donde, además de la difusión de las tradiciones musicales “puras”, acontece inevitablemente el encuentro entre los músicos de diferentes procedencias culturales y estilos musicales que paulatinamente intercambian y experimentan fusiones e hibridaciones sonoras, propiciando así innovaciones.
Y claro y obviamente y cómo no, México “qué herido”, perdón, querido, también hace alarde de presencia. Los eléctricos sonideros tropicales, por ejemplo, que volaron de la Doctores a las Europas, ponen a brincar felices hasta el amanecer a treintañeros ibéricos, seguidores –la mayoría– de la pujante fuerza política de Podemos, promotores de asambleas barriales y solidarios hasta la médula con la causa de los 43.
Y los mariachis, los infaltables e imprescindibles mariachis, se plantan muy a la Garibaldi en la Puerta del Sol y tocan y cantan “Cielito lindo”, alegrando los corazones las tantas marchas de protesta que ahí se concentran, guiñando el ojo para las selfies de los turistas y esperando ser contratados para amenizar opulentas fiestas en los amplios jardines afrancesados de la clase pudiente en los barrios residenciales por allá en el noroeste urbano.
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