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Sciascia como miembro de la Cámara de Diputados, 1979
© Dominio público/ SZ Photo/ Vaterra, Celestina. Fuente: www.wikiwand.com
En El día de la lechuza, su mejor obra, denuncia esa asociación
vasta y secreta que el gobierno no quiere mirar.
En Italia, México y quizá toda América Latina, es íntima la relación
entre política y delito.
Marco Antonio Campos
I
Leonardo Sciascia (1961-1989) fue un excepcional novelista político, pero muy concretamente de la mafia siciliana sólo publicó dos novelas: El día de la lechuza (1961) y A cada cual lo suyo (1966). Ambas tienen las características de la novela policíaca clásica, pero entran en terrenos más profundos: el bajo mundo de la política, la acreditación de la ilegalidad como medio de conservar el statu quo, la doble moral de la Iglesia católica. Como Luigi Pirandello, Vitaliano Brancati o Tomasi di Lampedusa, a su manera, nos muestra la vida cotidiana en la isla y las características del temperamento de sus hombres y mujeres, en suma, la sicilianidad.
En las novelas de Sciascia encontramos una prosa ligera y exacta, el detalle irónico, las breves pinceladas para definir un personaje, la creación de historias que rodean e inciden en la historia central, el enigma que acaba siendo siempre descifrado sin que el castigo recaiga en quien debe tenerlo, pero ante todo un magistral artificio para manejar la ambigüedad que no permite al lector saber del todo qué hará el personaje y cuál es exactamente la situación… No se excluyen citas, referencias o reflexiones sobre escritores y literatura. Por demás, Sciascia no sólo da casi en cada página una lección de escritura, sino su prosa magistral es una de las más espléndidas de la lengua italiana.
En el Alfabeto Pirandelliano (1989), Sciascia descubre que Pirandello tomaba los nombres de sus personajes del directorio telefónico; por vías parecidas, creemos, Sciascia buscaba aquellos nombres masculinos y femeninos que musicalmente se adaptaran a sus personajes. Al leerlos dentro de la narración pensamos que sólo podían llamarse así.
El día de la lechuza (Il giorno della civetta) suele ser considerada como la primera y la mejor novela italiana sobre la mafia, la cual, dijo el propio Sciascia, escribió con mucho cuidado, tomando en cuenta, por un lado, que podía dañar a gente, y por otro –no abiertamente confesado–, temiendo una vendetta. O dicho por el propio autor en una nota de 1972: “Pero el resultado al que este trabajo de exploración quería llegar estaba dirigido más que a dar medida, esencialidad y ritmo, a proteger eventuales y posibles reacciones de intolerancia de aquellos que de mi relato podían, más o menos de una manera directa, tenerse por afectados.” A principios de la década de los sesenta cuando escribió la novela –anotó– el gobierno italiano cerraba los ojos o se desinteresaba por el problema de la mafia. Aun incluso antes, mucho antes de esa década, negaban su existencia, cuando ya la mafia movía con seguridad sus múltiples brazos.
Escena y cartel de El día de la lechuza (Il giorno della civetta), 1961
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En Italia, como en México, quizá en toda América Latina, es tan íntima la relación entre política y delito que es difícil separarla o diferenciarla. La Constitución parece haber sido borrada para que el Código Penal sea la Carta Magna. Como mexicano, mientras uno lee ambas novelas, advierte los continuos parecidos con nuestra realidad diaria, donde delincuentes, policías y políticos tejen una red inextricable de crímenes y complicidad; en ocasiones la alta jerarquía eclesiástica también puede servir de protectora o encubridora. En las novelas de Sciascia, observa Federico Campbell, quien fue su gran estudioso en América Latina, “tener poder es tener impunidad” (La memoria de Sciascia).
En Sicilia, en ese 1961 y mucho tiempo atrás, como dijimos, ya estaba la mafia como “asociación vasta y secreta”, la cual también tenía presencia o aliados en la Roma de entonces –en ministerios, en el parlamento y en tribunales de justicia– y si se llegaba a tocar un capo, como en El día de la lechuza, se sabía que era de hecho imposible que se le condenara. Un capo de la mafia es socialmente un hombre virtuoso, en fin, un ciudadano libre de toda sospecha, y por ende, a salvo de la punición. La mafia política protege a la mafia delictiva porque en su raíz, en su tronco y en su follaje están hechos de lo mismo. Aquí en la novela, la mafia está protegida en Roma ante todo por el ministro Mancuso y el onorevole Livigni y parlamentarios de los que no se dice su nombre.
Pero en la mafia también hay círculos; en este caso se muestran tres: el capomafia, autor intelectual de los crímenes (Don Mariano Arena); uno de sus segundos, Rosario Pizzuco, mediador para disuadir a competidores estorbosos, y el sicario (Diego Marchica), apodado Zichinetta, lo cual será una clave. Del lado de la justicia se encuentra para la indagación un hombre incómodo que cree que las leyes son para aplicarse: el capitán Bellodi, nacido en Parma y formado en la Emilia de la Italia continental, inteligente, incorruptible, para quien todo cuenta, aun el detalle más nimio en la averiguación: ángulos en el sitio del crimen, sobrenombres, una palabra de más o de menos en los interrogatorios… Cuando a un ayudante, un sargento de policía, le parece fútil algo dentro de la indagación y se lo dice, Bellodi repone: “Qualcosa si cava sempre”, “Algo se saca siempre”. Del capitán Bellodi podría decirse lo que del inspector Rogas en El contexto (1971) y que podría aplicarse muy bien en México: se trata “de un hombre de principios, en una región en que casi ninguno los tiene”.
Según versiones, el autor de Todo modo, se inspiró para el escenario de los hechos de la novela, supuestamente en Sciacca (él la llama S.), pueblo de mar en el suroeste de la isla siciliana que, dato curioso, es una paronomasia del apellido del autor.
Desde el título está el presagio. Hay la creencia o la superstición de que si la lechuza canta en la mañana es un anuncio fúnebre. En este caso se trata –se sabe desde el principio de la narración– de Salvatore Colasberna, presidente de una cooperativa de la construcción llamada Santa Fara, albañil profesional, quien es ultimado en la plaza principal de la pequeña ciudad de S. de dos disparos de lupara (fusil de caza) a las 6.30 de la mañana al subir al autobús que lo llevaría a Palermo, e inmediatamente después es asesinado un testigo incómodo, Paolo Nicolosi, de profesión podador.
En el proceso empieza queriendo desviar la investigación, por ejemplo con cartas anónimas, informaciones de “madrinas” o rumores de la voz pública en la calle que llevan “el viento de la calumnia”, es decir, se sigue –se debe seguir– por prioridad o hábito la pista pasional, y después, como otros recursos, decirse, por ejemplo, que el crimen fue por equivocación, o simplemente no debe tenerse muy en cuenta a la víctima porque era –lo sea o no– “un comunista”. No siendo parte de la trama o del juego, Bellodi hila y deshila magistralmente los detalles, hace de la maraña un verde prado, y descubre quién o quiénes son los culpables. El asesino material es Diego Marchica, Zichinetta, llamado así por su afición al juego de azar, quien desde los dieciocho años empezó su carrera delictiva. Marchica recibe la orden de llevar a cabo el asesinato por Rosario Pizzuco, que a su vez la recibe de Mariano Arenas, visto socialmente como un galantuomo tutto casa e parrocchia. El terror a la mafia es tan grande que los propios socios de la cooperativa, incluyendo dos hermanos de Salvatore Colasberna, al ser interrogados por Bellodi, contestan vaguedades o ambigüedades: no vi a nadie, no estoy seguro, no me acuerdo, no podría precisar… Cuando todo está listo para hundir a los responsables en prisión, empieza a darse una campaña contra Bellodi, y se pone en duda algún dato definitorio o definitivo que rompe la credibilidad de la investigación, el cual, en este caso, es que el asesino material, según testigos intachables, libres de toda sospecha, se hallaba en otra población, a 76 kilómetros del lugar, cuando se cometió el crimen.
¿Por qué mueren Salvatore Colasberna, Paolo Nicolosi y el confidente Calogero Dibella, llamado Parrinieddu? El primero, el objetivo primordial, porque se trata de un hombre honesto, un profesional que hace trabajos impecables y sólidos, y no se presta a contubernios, ni a pagar protección, ni a servir de garante. Al principio vienen contra él las advertencias, luego las amenazas, hay un primer ensayo de atentado, y al fin la mañana del “día de la lechuza” ocurre el homicidio. A Nicolosi lo matan por un mal azar, por estar en el sitio y la hora equivocados que lo llevan a reconocer al asesino; el tercero, el confidente Calogero Dibella, Parrinieddu, por mal “soplón”, es decir, por habérsele ido de más la lengua en sus declaraciones al capitán, es decir, por romper l’omertà, la norma del silencio solidario siciliano. Al ir Bellodi develando los hechos, se le revela que en Sicilia la familia es el Estado y la mafia el gran régimen en Italia.
Las páginas finales de la novela, con Bellodi de regreso en Parma, ya vencido por la ilegalidad, provoca un sentimiento de tristeza desolada en el lector.
II
En a Cada cual lo suyo los hechos ocurren en un pequeño pueblo siciliano, cercano a Palermo. Aquí se dan primero las amenazas por medio de cartas anónimas dirigidas al farmacéutico Arturo Manno, al parecer un hombre con poca cola que le pisen. En el círculo de amigos todos ven las amenazas como una broma.
Cartel de la adaptación cinematográfica de
A cada cual lo suyo
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El farmacéutico es aficionado a la cacería. Sale una mañana con uno de sus próximos, el doctor Roscio. Ambos son asesinados. Aquí la investigación de fondo la lleva a cabo, no la policía, ni siquiera un detective profesional, sino un conocido del círculo, Paolo Laurana, un profesor gris, solterón, apegado a la madre, quien es llevado a la averiguación por el azar y la curiosidad. La policía, de principio y como siempre, se va al lado fácil, alle questione di corna, pero sólo de quien recibió las amenazas: el farmacéutico.
Todos los enlaces que Laurana hace sobre los crímenes son correctos, pero el lector apenas puede creer cómo a cada pista que descubre actúa de inmediato con tanta ingenuidad y torpeza, confiándose a quien no debe, en especial a la viuda del doctor Roscio, de quien está enamorado.
Laurana va comprendiendo, como comprenden los del círculo de Manno y Roscio, que las amenazas al farmacéutico eran sólo un hábil engaño para desviar la atención y el verdadero objetivo era el doctor Roscio, a quien su mujer le era infiel con un primo de ella (el abogado Rosello), un notabile con múltiples negocios y quien era capaz “de pasar sobre el cadáver de quien fuera” para lograr sus ambiciones; el arcipreste, tío de ambos, no era al principio cómplice pero termina siniestramente siéndolo. Como el capomafia Mariano Arena, el abogado Rosello era respetuosísimamente católico. Todo queda en buena familia siciliana.
El profesor Laurana acaba siendo víctima de su desastrosa lectura de la realidad regional. No en balde al final uno del círculo, Luigi Corvaia, no le da ningún reconocimiento: “Era un cretino”, sentencia. Es decir, mereció su suerte por imbécil.
“Y lo que parecía una novela policíaca más o menos baladí se torna una reflexión menos que indirecta y macabra sobre el poder invisible y la inutilidad del intelectual”, escribe Federico Campbell en la página 135 de su magnífico libro sobre Sciascia.
Las novelas fueron llevadas a la pantalla, con variaciones de lugares y circunstancias, con fidelidad esencial: El día de la lechuza, por Damiano Damiani, en 1968, y A cada cual lo suyo, por Elio Petri, en 1967. Mejor resuelta, más tensa e intensa, aun en momentos electrizantes, me parece la primera. De ambas Sciascia escribió el guión.
Más allá de sus sombras delictivas, Sciascia tiene la habilidad y la gracia en el curso de su obra de hacernos habitable Sicilia y nos hace extrañarla como si en verdad la hubiéramos conocido.
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