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Pedazo de tierra
No en la suma innumerable de las deudas bien o mal habidas y sus pagos inconclusos o imposibles, los documentos con sellos en relieve y los tratados rebosantes de notas, condiciones y rubros colmados de emergencia; no en la metálica elocuencia de reclamos y sentencias de plazos incumplidos, o en la trama de cifras que en pantallas y tableros despliegan su importancia, su aquí y ahora perentorio ya para entonces o acaso desde siempre indiferentes a la vida o la muerte que no deje un superávit en las arcas del poder y la avaricia. Tampoco en los muchos alegatos de costos y demandas de mercados a punto del colapso, abastos en peligro, litorales en venta y puertos en subasta y hambres en ciernes ya crecidas, ni en acuerdos fallidos o trucados o la mala letra de las leyes signadas en palacios de justicia y parlamentos coludidos o atrapados, sus curules talladas en maderas relucientes, sudorosos los respaldos de retóricas, a derecha e izquierda salpicadas de saliva. Más allá de los aciertos, los errores e indolencias de facciones y partidos embotados en sí mismos, o más acá de las victorias de uno sobre el otro, sino al fin y al cabo en la común identidad de su derrota. Tampoco en la promesa de un futuro luminoso para todos algún día sin nombre en un difuso calendario, esa tiranía del alma que exhibe la riqueza en sus vitrinas. No ahí, todo junto y entrampado en los modos sin fisuras del dinero que en la vida tanto es y tanto más así nos somete y disminuye cada día, tiene forma y sentido, peso y memoria y voz y aroma un territorio, un pedazo de tierra y su nombre en el planeta. Porque hay algo suyo que escapa a la espiral de la codicia o el derroche, a la avidez de cuentas e inventarios, impuestos e intereses infinitos, y fluye silencioso por sus aguas milenarias de verdes y azules transparencias –que en él son espíritu y materia– y pulsa en su palabra –que en su lengua es impronta de cosa y pensamiento– y se vierte en el Dignum est de “¡Este/ el mundo, el pequeño, el grande!” que el tiempo lleva entre los dientes. Desde entonces que nos trajo el alfabeto de tan lejos hasta ahora que el poeta no cesa de decirlo y con esa inteligencia así habitarlo. “Habité un país que salía del otro, el real, como sale el sueño de los sucesos de mi vida. A este también lo llamé Grecia y lo tracé en el papel para verlo. Parecía tan poco, tan inasible.// Con el paso del tiempo, continuamente lo ponía a prueba: con algunos sismos repentinos, algunas antiguas tempestades purasangre. Cambiaba de lugar las cosas para liberarlas de todo valor. Estudiaba los Insomnes y las Desolaciones para ver si lograba construir colinas castañas, pequeños monasterios, fuentes. Incluso puse todo un huerto lleno de cítricos que olían a Heráclito y a Arquíloco. Pero fue tanto el aroma que tuve miedo. Y poco a poco me puse a atar palabras como pequeños diamantes para tapar al país que amaba. No fuera que alguien viera la belleza. O que sospechara que tal vez no existe.” (“Huele lo excelente”, poema II, en El pequeño Nautilo, Odysseas Elytis, versión FTC).
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