Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
José Emilio Pacheco
hablaba del
Murciélago Velásquez
Leonel Alvarado
Cuando tenga 64 años
Leandro Arellano
El itinerario de
Hernán Cortés
Alessandra Galimberti
La investigación científica
en su laberinto
Manuel Martínez Morales
En torno al
libre albedrío
José Luis González
El mal de la modernidad
y la reinvención
de la política
Marcos Daniel Aguilar entrevista
con Ricardo Forster
Janne Teller, Pierre
Anthon y la nada
Yolanda Rinaldi
Un raro regalo
Kikí Dimoulá
Leer
Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal
|
|
Verónica Murguía
En la picota
Sospecho que una de las emociones menos experimentadas –o menos evidentes– en el ámbito público, es la vergüenza. Los políticos son malhechores desvergonzados en todas partes pero en Estados Unidos y otros países, cuando se les sorprende con las manos en la masa (léase la señorita, el dinero, la pistola o la botella), acostumbran pedir perdón. Contritos, cabizbajos, se acercan al podio y con la esposa al lado, piden séntidas disculpas al electorado. Luego se bajan y muchas veces reinciden, pero saben que, si ya los cacharon, es mejor asumir las culpas que fingir demencia.
En México, jamás. Hemos sabido de políticos asociados con el narco, ineptos, homicidas, ladrones, mentirosos o que, como el góber precioso o los Abarca, desafían cualquier descripción. Siempre niegan la evidencia. No piden perdón. Se deslindan, se amparan, lo niegan, se indignan, pero no admiten sus yerros aunque existan videos, grabaciones y cadáveres. Luego andan por ahí, tan quitados de la pena y aparecen en las revistas de sociales. Yo no entiendo.
En la Grecia clásica, el ostracismo era el castigo de la mayoría a quienes eran indignos de vivir en la polis, la ciudad. Se escribía el nombre del ciudadano en cuestión en una concha. Cuando sumaba cierto número de conchas se le desterraba diez años o para siempre. En México esto funciona al revés. Los criminales, si son poderosos, salen de la cárcel como si nada. A veces hasta los importamos. Laura Bozzo estuvo en arresto domiciliario en Perú por corrupta y aquí sale en la tele, ensuciando el aire.
Claro que, como no se regulaba muy claramente, el ostracismo podía ser manipulable y arbitrario. Bastaba un poco de dinero o un mucho de bilis para torcer un voto. Plutarco cuenta que Arístides, “el hombre más justo de Atenas”, estaba un día de votación en el ágora, cuando se le acercó un campesino y le preguntó si sabía escribir. “Sí”, contestó Arístides. “Escribe Arístides en mi concha”, dijo el campesino. Arístides no reveló su identidad, pero le preguntó: “¿Por qué? ¿Qué te ha hecho?” “Nada –respondió el hombre–, pero no lo soporto. Todo el mundo habla bien de él.” Arístides, que se merecía todos los piropos, escribió su nombre y sin defenderse, le devolvió la concha al tipo.
La picota, ese triste invento medieval, era un castigo que tenía una parte de tortura corporal y otra de humillación y ultraje. A los sujetos en la picota la gente acostumbraba arrojarles todo tipo de cochinadas y a veces permanecían allí el tiempo suficiente para ensuciarse ellos mismos (no había permisos para ir al baño) por lo que quedaban hechos un asco y muertos de vergüenza, excepto Daniel Defoe, quien fue condenado a la picota en 1703. La gente, en lugar de arrojarle huevos podridos, le echó flores. Literalmente. Supongo que quedó feliz, aunque adolorido de las muñecas, el cuello y la espalda.
En Estados Unidos, hasta el siglo xx se usó el tarrying and feathering, un castigo indoloro que consistía en bañar a la persona con resina tibia de pino y luego se le hacía rodar sobre plumas. Quedaban como gallinas sarnosas. Todos se burlaban de ellos, los insultaban y hasta golpeaban. Hace poco leí de una mujer llamada Justine Sacco, quien tuiteó cosas racistas en su teléfono para divertir a sus 150 seguidores mientras esperaba subir a un avión en el que viajaría a Sudáfrica. El tweet fue recogido por alguien que lo diseminó y el escándalo alcanzó tales proporciones que fue despedida de su trabajo mientras volaba. Cuando aterrizó, había alguien esperándola para fotografiarla en el momento de encender el teléfono, enterarse de su despido y leer los insultos de miles de desconocidos. No la disculpo, pero hay algo de montonero y exagerado en la reacción. Sacco es un particular, una mujer racista que hace malos chistes, pero ir al aeropuerto a verla mientras se daba cuenta de que ya no tenía trabajo me parece bullying.
No deseo esos correctivos a nadie, pero sí me gustaría que en este país hubiera más pundonor. Todos sabemos que la voluntad popular es irascible y veleidosa, así que no dejaría la justicia en manos de la gente (incluyendo las mías), pero sí me pregunto qué hace falta para que un prepotente mexicano, mujer u hombre, escarmiente.
Yo no sé. Quizás, como tantas cosas, depende de cómo reaccionamos los demás y en México somos propensos al olvido. Si no, ¿cómo es que tantos criminales arrogantes siguen en sus puestos?
|